Se pueden discernir, al menos, tres conductas de la gente ante los gobiernos y la organización política. Cuando el vínculo establecido es legítimo y satisfactorio, la relación es de lealtad. Si se debilita, comienzan a levantarse las voces y, si todavía no hay respuestas, la opción es buscar la salida. Cuando analizo lo que sucede con mis hijos, en donde los mayores emigraron y la menor está pronta a hacerlo y, a esto agrego que todos mis sobrinos, excepto uno, ya lo hicieron, siento que algo complicado está en gestación en nuestro país. Dichosos los que pueden buscar la salida hacia un horizonte nuevo y logran apreciarlo desde la ventanilla de los aviones o desde un apartamento en una ciudad nueva. Durante los siglos anteriores, los europeos y asiáticos apreciaban el horizonte desde sus barcos, y muchos africanos hubiesen preferido no verlo. El caso es que esas personas también exportan su acervo intelectual y el esfuerzo hecho por el país mediante el sistema educativo, con la buena calidad que lo caracterizó hasta durante los años 1990.

Pero, en la población también hay quienes no buscan una salida voluntaria: son expulsados de la sociedad. Se les puede identificar como la casta que debe madrugar y desplazarse, varias horas, ida y vuelta, hasta donde buscan su sustento; son casi cazadores y recolectores. Si logran conseguir algo para sobrevivir el día o la semana son exitosos y si no, pasan hambre, o terminan encontrándolo a la fuerza. Son habitantes en vías de “des ciudadanización”; carecen de oportunidades suficientes para integrarse a una economía que no sea de subsistencia. Es el modelo que ofrece la sociedad despolitizada que ha perdido la posibilidad de decidir el proyecto de su vida.

¿Cuál recurso nos queda, más allá del escepticismo, la duda y los límites del dogmatismo?

En la actualidad y hasta la saturación, se escucha y lee, cada vez más, la vociferación de epítetos y términos descalificativos que delatan la pérdida del raciocinio: comunista, ramasheka, neofascista, populista, paclover, foca, corrupto, neoliberal, tránsfuga y otros que no puedo reproducir aquí. Uno de los neo-insultos políticos que escuché recientemente, en una discusión callejera, fue “¡parecés diputado!”. Por ahí, alguien dijo: “cuando la intensidad del epíteto aumenta, la calidad de la idea desciende”. Será ardua la tarea de revertir la ecuación.

Transitamos sobre el segundo semestre de 2021 y nos acercamos a las elecciones. Ojalá no sea tarde para estudiar nuestra realidad y a los políticos. Los que estamos en gradería, lejos, esperamos que la calidad del debate político mejore, pero deberá contarse, de antemano, con argumentos que puedan ser debatidos adecuada, convincente y elegantemente. Sin embargo, el prerrequisito es que se formulen bien las preguntas y las respuestas y esto solo será posible a través de la discusión pública, colectiva y transparente.

Pero en la actualidad, la calidad de la discusión es muy baja. Basta con tomarse la molestia de observar los debates parlamentarios, o los “intercambios de ideas” en las redes sociales. La preocupación se intensifica; no hay mesura suficiente para calificar la inmensa basura que se recicla en esos medios.

Los políticos, paradójicamente, desprecian el debate público, aunque teóricamente vivan de él: tenemos un presidente de la República, periodista, que no ofrece conferencias de prensa… Quizás no cree estar obligado a ofrecer razones para justificar sus decisiones, ni para rendir cuentas de sus actos.

La población cedió su independencia de pensamiento. En cada asunto que la afecta, sus puntos de vista se alinean por el color de una bandera, pero no por el análisis de las propuestas y evaluaciones de resultados. Se ha vuelto innecesaria la visión crítica de las cosas, el razonamiento propio; la sociedad renunció a pensar.

La polarización y trivialización política, ancladas en razones culturales, económicas y religiosas, se explica, al menos en parte, porque al Estado se le ve solamente como Gobierno. Olvidamos que también es territorio y población. Esta es una de las razones del fracaso de la cadena política, trabada en el bipartidismo estilizado y reproducida incestuosamente a partir de los años 1960: La población se autoexcluyó del Estado —porque aborrece al Gobierno, o porque quiere vivir de él— y ambos mal-administraron y deterioraron el territorio.

Nuestra sociedad rehúsa ser una comunidad política; para ello se requiere de participación plena. La Segunda República ofreció, tan solo efímeramente, algunas posibilidades para construir un orden político legítimo. Por ello, Costa Rica se arriesga a dejar de existir como la hemos conocido. Por supuesto, jurídicamente Costa Rica sigue existiendo, pero ya no como comunidad política consolidada. Seguirá en proceso de disociación a menos de que la población reaccione pronto y evitemos llegar al punto de no retorno ¿Hay tiempo? Sí, pero depende de nosotros aprovecharlo.

La clase media, producto y motor de la democracia, parece extinguirse. La movilidad social, una de sus características básicas, está debilitada. Su despoblación no sólo ha tenido que ver con la pérdida de la contribución al Producto Interno Bruto (PIB) sino también con la frustración de su autoimagen y futuro. Pertenecer a la clase media generaba expectativas de mejorar la calidad de vida de nuestros hijos y nietos y de que superara la nuestra. Pero ya no es así ¿Qué sentirán aquellos que aspiraban a acceder a esa condición y que ya no lo pueden hacer?

La regresión socioeconómica en curso conduce al país hacia la desmodernización; retornamos hacia lo primario. Lo peor es que no se vislumbra que el retorno al campo sea una solución pues la frontera agropecuaria y su espacio interior no parecen tener capacidad para adoptar más población.

Lo peor es que la clase política no parece percibir la evolución negativa. Tiene muy poca conciencia de la situación sobre la que actúa y con la que han construido su modus vivendi. La multitud de tendencias, desalineadas y mutuamente excluyentes, se disputa el poder y las migajas marginales que quedan por ahí. Se fundamenta en ideologías tiesas, cuando las hay, y emplazan sus defensas fortificadas sobre posiciones dogmáticas: la izquierda se aferra a consignas panfletarias setentistas; la derecha absorbe neofascismo y narcisismo; la ambiciosa teocracia fundamentalista ha propuesto sustituir la Constitución Política de la República por Isaías 33:22. Algunas tendencias miran un país definido y dominado desde el gobierno, estatista y autocrático; en otras se piensa y propone al servicio de sus intereses y del mercado. En el centro, nadie logra descifrar a qué adhieren, pues se mecen entre lo uno y lo otro … o en todo lo contrario. Los hay, también, quienes prefieren endeudar al país y hasta nuestros biznietos y no aprovechar los recursos del subsuelo en nombre de una visión miope, distorsionada del ambiente. Cuando alguna de ellas dirigió al país, cometió errores garrafales originados en impericia, incompetencia y empecinamiento, aparte de los connotados episodios de corrupción y clientelismo; tampoco resolvieron los problemas mayores; más bien los complicaron y crearon otros peores. Es que el pensamiento político ya no está instalado en nuestra sociedad.

En casi todos los gobiernos anteriores han decaído las libertades, derechos. logros sociales, salud, cultura, educación y economía; los actores pensaron que son asuntos marginales. Prevaleció la mentalidad aristotélica, binaria; desde sus perspectivas, existen solo dos opciones e irreconciliables: Sí-no, negro-blanco, verdad-mentira, cero-uno. No hay intermedios ni negociación. Al enfrentarse esas posturas dicotómicas, se elimina recíprocamente la legitimidad de unos sobre otros. La disputa aspira a la descalificación y destrucción del adversario, no a la interlocución. El país se polariza y se pierde la legitimidad de la manera de pensar de la población. El desconocimiento de las virtudes del adversario impide consolidar políticas de estado estables y sostenibles. En el centro de la grieta, al fondo del abismo, se sepulta cualquier resultado beneficioso. La polarización ya no es entre dos partes o facciones simétricas, con responsabilidades equidistantes; ahora resulta de la aversión al diálogo y de la incapacidad de admitir que es necesario reestablecer la sociedad democrática más allá del simple ejercicio electoral.

No es sencillo resolver el nudo gordiano ni la búsqueda de soluciones a la decadencia del país. Es erróneo caer en la simplificación de un multi-conflicto de esta envergadura, pues no se deriva de la situación entre dos partes protagónicas. Ahora se trata de las posiciones generadas por la multitud de partes involucradas, cada cual, con su percepción de la imagen del país, del horizonte y cómo alcanzarlo. Paradójicamente, la forma para resolver conflictos se convirtió…en un conflicto.

Para dialogar y acordar, esencial en una democracia, la sociedad requiere que los interlocutores respeten las reglas del debate; también es necesaria la reciprocidad. Es fácil observar que esa simetría ya no existe desde hace tiempo. En algunos extremos se notan, incluso, tendencias hacia la autocracia, apoyada en la insistencia de quienes, severamente cuestionados, retornan al cuadrilátero y evaden las preguntas acerca de sus conductas, y posturas antecedentes. La incapacidad de percibir esta situación muestra ingenuidad, o intereses creados.

Nuestra democracia perdió calidad: no se debaten ideas, hay incapacidad notoria, con contadas excepciones, de quienes fueron electos para ocupar curules en el Sarcófago de Cuesta de Moras; constantemente se detectan los incapaces de expresarse adecuadamente de manera verbal y menos escrita, quienes confunden el concepto de “inmunidad”, donde abundan los gazapos, resbalones e inconsistencias que delatan una marcada incompetencia para ejercer los puestos cuyos salarios pagamos con nuestros impuestos. Asombra comprobar esto mismo en Zapote y la Corte.

Si no logramos enderezar nuestra democracia e incrementar el nivel de exigencia a quienes elegimos y a los nombrados en cargos públicos, convertiremos, nosotros mismos, a Costa Rica en esa republiqueta tan temida. Reflexionemos: presenciamos un escenario dotado de círculos viciosos, con una sociedad que mayoritariamente no reconoce el problema y que vota sin razonar más allá de su preferencia partidaria, cual barra futbolera.

Y el manejo de la pandemia ha contribuido a incrementar nuestros temores acerca del futuro. Se ha deteriorado la gestión social, económica y el manejo de las libertades. Envidiamos a los países, en otras geografías, gobernados por personas competentes, que sí se prepararon para asumir la responsabilidad por la que fueron electos o nombrados, y que saldrán adelante luego de este episodio.

Aunque no es inminente, sí hay peligro de convertirnos en una sociedad fallida y desembocar en un estado fallido. Ejemplos de estos sobran en América Latina, incluso algunos muy cercanos. Ojalá que el panorama cambie a partir de febrero de 2022, pero los augurios no son buenos.

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