La seguridad jurídica es un elemento esencial en un Estado de derecho, así como una garantía democrática. Y en un escenario como el actual, la seguridad jurídica debe actuar como un incentivo para mayor dinamismo económico, que genere empleo y mayor recaudación de impuestos. Entre más empresas y emprendimientos, mayor recaudación de impuestos, por ello no son pocas voces las que siguen insistiendo en que la mejor reforma fiscal es facilitar el clima de negocios.
Pero para hablar de crecimiento económico, primero necesitamos hablar de seguridad jurídica, y la seguridad jurídica implica la preexistencia de un ordenamiento de referencia que no puede ser otro que el constitucional. La seguridad jurídica es un elemento esencial del Estado de Derecho Constitucional que, por un lado, obliga a los poderes públicos —a todos ellos— a actuar de conformidad con las normas válidamente aprobadas y, por otro, es una garantía para la ciudadanía de que los poderes públicos no renunciarán a la observación y aplicación de dichas normas.
Sin embargo, a contrapelo de esa necesidad de crecimiento y seguridad jurídica, la estrechez fiscal ha derivado en posiciones o actuaciones debatibles por parte de la Administración Tributaria, y el caso del diferencial cambiario es un ejemplo inmejorable y lamentable, dado que genera desconfianza en el inversionista.
Debido a lagunas normativas previo a la reforma fiscal introducida mediante la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas (LFFP), el tratamiento del diferencial cambiario divagó por fuertes contradicciones por parte del fisco, que derivó en la promulgación de un Criterio Institucional (CI) en el cual “zanjaba” su posición final. Si bien un CI no es vinculante para el contribuyente, es una norma infra legal, si lo es hacia los propios auditores, por ende, al menos se tenía relativamente claro a qué enfrentarse en una fiscalización.
Con la entrada en vigor de la LFFP se normó, con deficiencias técnicas, el tratamiento del diferencial cambiario a nivel tributario. Esto provocó que la Dirección General de Tributación emitiera un nuevo CI considerando, contra ley que, a efectos de la determinación de la base imponible en el impuesto sobre las utilidades, solo se considerarían aquellas diferencias cambiarias que atienden el denominado criterio de “realización”.
Hasta ahí, teníamos un problema de legalidad donde el CI era muy cuestionable con respecto a la ley vigente, lo cual derivaba en más inseguridad jurídica e inevitables litigios. Sin embargo, el problema más inquietante es que el CI sufrió una enmienda, señalando que sus efectos serían a partir del periodo fiscal 2021, es decir, el periodo fiscal 2020 no se vería “afectado” por la interpretación actual de la Administración.
Así, con el mismo marco legal y en el mismo momento histórico, la Administración Tributaria señalaba que tenía una posición con respecto al diferencial cambiario para el periodo fiscal 2020 y otra para el 2021. Ni siquiera se trata de un cambio de criterio en dos periodos de tiempo distintos derivados de un nuevo análisis o elementos, no, se trata de que en el mismo acto administrativo establece que su criterio sobre el diferencial cambiario es distinto dependiendo del año.
Lo anterior es un adefesio jurídico inexcusable y un precedente muy peligroso contra la seguridad jurídica y el contribuyente. Si bien sabemos que los CI no son vinculantes ni pueden ir contra la ley, es indudable que la poca claridad de lo que se enfrente en una fiscalización lo único que provoca es ahuyentar la inversión extranjera y crear un clima de negocios confuso, elementos que son abiertamente contrarios a lo que necesita el país y el propio fisco.
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