La luz cercana al ocaso cobijaba sus pasos lentos y cansados. Sus ojos, apesadumbrados, parecían decir mucho más que sus palabras. De repente, alzó su mirada del suelo y me ofreció paños y algunos otros artículos que llevaba en un maletín inmenso, uno que solo el coraje y la voluntad de trabajar le permitiría llevar al hombro, pues competía en tamaño con su menuda figura.

Llevaba una mascarilla roja de tela liviana y delgada, que probablemente no estaba hecha bajo la bendición de aquella lección improvisada de costura que nos impartieron en medio de una conferencia de prensa. Después que intercambiamos palabras, se alejó un poco. Con gestos de angustia tomó su teléfono y desesperanzada, sollozó. La luz del sol en la pampa se apagaba; pero, su bolso de mercancía iba lleno, casi al tope.

Eso fue ya hace unos meses. Cuando la vi partir, inmediatamente pensé en que fácil es asumir las medidas de contingencia sanitaria desde el privilegio, ese que da varias comidas diarias, ese que permite hacer teletrabajo (o seguir trabajando), seguir estudiando, llevar cursos en cualquier espacio de la geografía, dar charlas o participar en videoconferencias, poder ejercitarse.

Lamentablemente, hoy muchos, muchísimos factores nos han llevado a necesitar cierres con carácter de urgencia (y desde el punto de vista sanitario probablemente ameritaban ser más estrictos), porque esa será la única vía para evitar un hecatombe hospitalario (que parece hoy inminente) y salvar la mayor cantidad de vidas posibles, especialmente las de las personas más vulnerables; pero, no debemos olvidar a aquellos quienes están detrás de la barrera del privilegio.

Son aquellos que no reclaman que “no podrán circular hacia donde sus amigos”, o tal como profieren los prosélitos negacionistas, que no tendrán libertad de hacer grandes banquetes con cientos de invitados (ignorando el nefasto impacto que eso puede tener); sino aquellos que saben que la contingencia no les permitirá poner en la mesa alimento para sus hijos o sus padres ancianos.

Son aquellos que comprenden el alcance del virus; pero, que tienen miedo inefable a contagiarse y contagiar a los suyos, porque sus patronos no cumplen con las medidas básicas de bioseguridad para garantizar caución en sus trabajos. Son aquellos que deben limpiar los rastros de las fiestas que otros hacen, sin que les importe mucho cuantas vidas pueda cobrar su egoísmo. Son aquellas personas que amparadas bajo la informalidad laboral como fuente segura para ganar su sustento, no tienen seguro social y no pueden acarrear el costo económico para acceder a uno o no saben cómo pueden buscar atención de emergencia si enferman.

Son aquellas jefas de hogar, que deben salir inexorablemente a buscar el alimento para sus hijos, asumir el cuido y hasta ser maestras, sin contar con ningún apoyo, garantías laborales mínimas y mucho menos, con facilidades como conexión a internet para ayudar a los pequeños. Mientras tanto, como si se tratase de un milagro, procuran multiplicar los panes (sin peces) para que los suyos no pasen hambre.

Son aquellos que no tienen viviendas dignas para permanecer confinados; aquellos cuyos recursos son tan escasos, como escasa el agua potable en los espacios donde habitan, y que aún cuando desean cuidarse y atender el llamado del gobierno, no tienen forma alguna de adquirir jabón, alcohol en gel, mascarillas y muchos menos pediluvios u otros insumos.

América Latina es la región más desigual del mundo y es también, para finales del 2020, la que registraba más fallecidos por Covid-19. Por su parte, el pedacito de tierra que nos han vendido falazmente como la “Suiza” de Centroamérica, es en realidad el epicentro de marcadas desigualdades sociales.

Al día de hoy, con un presidente de endeble liderazgo y carentes de una hoja de ruta clara sobre una reactivación económica, es necesario que tengamos presente nuestras enormes brechas y reclamar acciones contundentes para proteger a todos aquellos que están debajo del privilegio. Esta pandemia no debe suponer solamente un desafío para los sistemas sanitarios, sino también un compromiso vehemente del gobierno con la justicia social, con la igualdad y con la dignidad humana.

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