La legalización del cannabis (mal llamado “marihuana”) no es una ocurrencia, mucho menos una ideología moderna. Es la corrección necesaria debido al fracaso sistemático de la política pública y consecuentemente de los funcionarios públicos que abandonan el bien común a cambio de mantener un status quo que hace a pocos ricos y socializa la corrupción y la muerte.

La hegemonía prohibicionista contra el cannabis en los últimos 30 años ha venido cayéndose a pedazos. Así, vemos que para el 2020 más de 40 estados han descriminalizado o despenalizado no solo el consumo sino el mercado del cannabis. Los Estados Unidos en sus recientes elecciones alcanzaron más de 30 estados con una u otra forma de legalización. El estado de Oregon despenalizó y descriminalizó la portación de todas las drogas. En estos momentos el avance que registra Estados Unidos en la materia lo coloca en riesgo de violentar las tres nefastas convenciones internacionales que tiene la ONU sobre el tema.

Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, enmendada por el Protocolo de 1972; el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas de 1971, y la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas de 1988.

A este contexto hay que agregar que el cannabis fue recientemente recategorizado por las Naciones Unidas. Hasta el año pasado la ONU ubicaba al cannabis y su resina (hachís) dentro de las listas más restrictivas de la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961. Figuraba en la Lista I, junto con la heroína y la cocaína, y en la Lista IV, reservada para drogas con “propiedades particularmente peligrosas”, con un valor terapéutico mínimo o nulo.

La inclusión del cannabis en estas listas era contraria a la evidencia científica y, en este sentido, la Organización Mundial de la Salud llevó a cabo el primer examen crítico de los riesgos para la salud y las propiedades medicinales del cannabis. En 2019 publicó una serie de recomendaciones para reclasificar el cannabis y las sustancias relacionadas en el sistema de fiscalización de drogas de la ONU que fueron sometidas a la votación de la Comisión de Estupefacientes. Con resultados positivos, el cannabis fue recategorizado en 2020.

Lo muerte lenta de esta ideología conservadora nefasta e impuesta desde una geopolítica obsoleta es inevitable, a pesar de que Naciones Unidas no encuentra la manera de aceptar que tres de sus convenciones de mayor relevancia mundial son un instrumento para la sistemática violaciones de derechos humanos, generación de corrupción y pobreza en no solo el continente americano sino en todo el globo.

Empecemos por aceptar que la hegemonía anti-cannabis en materia de seguridad nacional es una farsa cuyos orígenes se pueden rastrear a lo peor de la xenofobia, el racismo y el nacionalismo heredado de una era oscura en la humanidad.

La legalización del cannabis en Costa Rica es urgente, no podemos permitir darle continuidad a una política fracasada, como fue la prohibición de la Fecundación In Vitro (FIV) si es que queremos seguir llamándonos un país que defiende los derechos humanos.

Apoyo sobremanera el recorte de 5 mil millones de colones al Ministerio de Seguridad Pública pero advierto que debe venir acompañado de una reforma integral. Es necesario el claro compromiso de este y futuro gobiernos de impulsar una nueva y mejorada política de drogas además de impulsar una fuerte campaña de presión hacia las ONU para reformar las tres convenciones internacionales del tema.

Rechazo vehementemente las recientes actuaciones del Ejecutivo que al seguir una pésima asesoría se resiste en convocar el proyecto 21.388 sobre legalización del cannabis y cáñamo. Estoy en la obligación de señalar que las recomendaciones dadas al presidente son complacientes con un status quo, que, reitero, es corrupto, inservible, innecesario y un fracaso de la peor envergadura en política pública.

Es hora de teclear este tema y exigir una política pública acorde a nuestra era.

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