Son diez años ya desde que acepté vivir sin Dios. Como muchos fui bautizado y criado católico. Cuando tenía tres años, para cumplir una promesa hecha por mi abuelo, mi mamá me vistió de niño Jesús de Praga en una procesión de la iglesia. Mi gesto en la foto de ese día sugiere que desde entonces me angustiaban preguntas como la que después me hizo merecer más de un regaño: ¿Cómo se había reproducido Caín si la única mujer disponible era su madre?

Años después hice la primera comunión y estudié en una escuela de monjas, en un colegio de padres y cuando me expulsaron de este último, en un colegio adventista. Tantas versiones me infundieron sospechas y cuando entré a la universidad no tardé en decir, como Nietzsche, que Dios era una hipótesis de la que yo no necesitaba. Sin embargo, con el tiempo entendí lo estéril que es discutir sobre si Dios existe o no, y ahora me identifico más con frases como la del Dalai Lama: “mi religión es la compasión”. Así que esta no es una reflexión antirreligiosa, sino más bien una en la que un ateo reconoce su necesidad de vivir espiritualmente.

Los humanos somos frágiles. Hace unos años, me paré frente a la Iglesia de Orosi, resfriado, con los zapatos ensopados en barro. Era de noche y el viento soplaba en la plaza. A pesar del resfrío había estado de paseo con amigos en el Parque Nacional Tapantí. Al final de la tarde tomamos café en el centro de Orosi y ahora nos alistábamos para el viaje de regreso. De la iglesia salía un resplandor amarillo que, en medio del frío y la oscuridad, se sentía reconfortante. Me asomé a la distancia y vi las bancas llenas y al padre en la sotana blanca. Los cánticos me cautivaron y me quedé absorto hasta que cantaron el clímax y el padre ordenó sentarse. “Qué bonito estuvo eso”, le dije a mis amigos. “Lástima que somos ateos”. Después, ya sin sarcasmo, retomé una idea que tenía desde hacía tiempo. Sabía que, en promedio, las personas religiosas son más felices que las no religiosas, y entendía bien que si la religión y la creencia en Dios existen es porque satisfacen necesidades del ser humano, necesidades que no desaparecen cuando uno se convierte en ateo—necesidades que yo seguía teniendo. Aunque ya no me aquejaban las ideas de por qué estamos aquí y cuál es el gran propósito de la vida, sí me perseguían —y aún a veces me persiguen— los vacíos emocionales de sentirme solo y desconectado y de preguntarme cuál es el sentido de las metas, de los sueños y de hacer lo que hago todos los días. Llegué a concluir que entender la espiritualidad podía darme una respuesta.

Sin embargo, es difícil entender la espiritualidad, porque sus versiones tienen como límite sólo la imaginación. El 31 de enero de 2020 fui invitado a una charla del Camino Rojo. El Camino Rojo es un grupo religioso que revive y adapta a nuestros días la ética y la cosmovisión de las culturas precolombinas. Ese día un chamán mexicano iba a contar la historia del movimiento y a compartir su sabiduría. Desde el principio no compartí la mayoría de sus moralejas, pero el punto de quiebre llegó cerca del final. “¿Saben de qué me he dado cuenta? Tú, toma estas semillas”, dijo el chamán. “Y no digo que esta sea la verdad absoluta, pero sí es la verdad que yo he descubierto”. Todos escuchaban ansiosos. “Venimos de otros planetas... Así no más... Nuestros espíritus vienen de otros planetas”. “¿Y saben por dónde llegamos a la Tierra?”. “¿Por dónde?”, preguntaron. “Nacemos por el Amazonas, porque el Amazonas es la vagina del planeta”. “Y estamos aquí, ¿saben para qué? Para sanar los pecados de muchas vidas anteriores”. No pude evitar sentir ganas de reír, pero por supuesto las contuve bien adentro. De todas formas, esa historia es sólo una versión entre muchas otras igual de imaginativas. Las filosofías orientales también creen en la reencarnación y el cristianismo dice que después de la muerte, el alma vivirá en el paraíso o en el fuego del infierno. Yo no siento ninguna real, porque creo que sólo somos materia y no tenemos alma o espíritu. Pero, por otro lado, ideas científicas de espiritualidad, como “somos polvo de estrellas” de Carl Sagan o “somos el cosmos tomando consciencia de que existe”, de Fritjof Capra, a pesar de sentirlas más cercanas, tampoco me dieron la respuesta total que buscaba. Tantas historias, tantas versiones, me hicieron darme cuenta de que la espiritualidad no debe entenderse, sino sentirse.

No es lo mismo entender el amor que sentir el amor; asimismo debe de ser la espiritualidad. Entenderla se limita a creer en el alma y en la vida después de la muerte, o en los espíritus que nacen por la vagina de la Tierra; es decir, fantasías que si se quedan como tal, no calan de ninguna forma en nuestra vida. Si la espiritualidad debe sentirse, esto significa que es una emoción, o un conjunto de emociones, que pueden experimentarse sin importar el credo o la filosofía. Entonces, bien los religiosos pueden ser espirituales o bien pueden no serlo. Y de igual forma los ateos: algunos pueden no ser espirituales y otros podemos serlo —o intentar serlo. Cuando hablo de esto no puedo evitar recordar al protagonista de La Peste, de Albert Camus, el doctor Rieux. Rieux decide permanecer en Orán, la ciudad argelina epicentro de la epidemia en la novela, cuidando a los enfermos, cuyos cuerpos hierven en fiebre y vómito. Él es ateo y no cree que su sacrificio vaya a ser recompensado pero, aun así, atiende a sus pacientes con un esmero metódico, en espera de una cura poco probable. Sin duda Rieux era espiritual.

El psiquiatra George Valliant sugería que la espiritualidad es la experiencia de emociones como amor, gratitud y asombro, que nos conectan a algo más grande que nosotros mismos. Entre tanto más cultivemos estas emociones, más espirituales somos.

Imagine un círculo de amor que irradia desde su cuerpo, más intenso hacia el centro, donde están sus familiares y amigos, y difuminándose hacia el perímetro, donde están el resto de la humanidad, los seres vivos y el mundo natural. Imagine que ese círculo de su amor se expande, primero a su barrio, luego a Costa Rica, a la Tierra, y crece tanto que inunda el Universo. Eso es espiritualidad: alcanzar un amor tan profundo y estable que no decaiga nunca, que nos permita ver que cuando alguien es dañino, es porque sufre y se está protegiendo como puede, y entonces seamos capaces de amarlo con más voluntad y fuerza.

La gratitud nos hace más espirituales. No se trata de sólo agradecer por lo bueno, sino que hay que ser capaces de agradecer aun por los errores, por las noches tristes, por los padres ausentes, por las exparejas que ya no quieren saber nada de nosotros. Eso es espiritualidad: un agradecimiento incondicional, un agradecimiento por la vida, por la existencia, porque cualquier chispa de consciencia es mejor que nunca haber existido.

El asombro sucede cuando nos damos cuenta de lo pequeños que somos. La magnificencia del atardecer sobre el mar, del cráter del Volcán Irazú, o de los bosques en la cordillera de Talamanca; meditar hasta observar el espacio de la mente como algo distante; los cánticos al unísono en una iglesia con siglos de historia; buscar y comer hongos con psilocibina y luego sentirse un ojo en la montaña; comer peyote en un temazcal del Camino Rojo; o simplemente detenerse y apreciar lo que es y hay en este momento y la maravilla de que exista; todo eso nos asombra y nos ayuda a trascender los límites de la piel y el ego. Eso es espiritualidad.

Las emociones espirituales nos hacen trascender y nos conectan con lo que tanto anhelamos, un propósito mayor que nuestra propia vida individual. Ser espiritual no depende de un alma ni tampoco tiene un credo. Tanto es así, que este ateo encuentra consuelo en la Oración de San Francisco de Asís:

Señor, haz de mí un instrumento de tu paz:

donde haya odio, ponga yo amor,

donde haya ofensa, ponga yo perdón,

donde haya discordia, ponga yo unión,

donde haya error, ponga yo verdad,

donde haya duda, ponga yo la fe,

donde haya desesperación, ponga yo esperanza,

donde haya tinieblas, ponga yo luz,

donde haya tristeza, ponga yo alegría.

Oh Maestro, que no busque yo tanto

ser consolado como consolar,

ser comprendido como comprender,

ser amado como amar.

Porque dando se recibe,

olvidando se encuentra,

perdonando se es perdonado,

y muriendo se resucita a la vida eterna.

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