Cuando estudiaba mi maestría fuera de Costa Rica, observaba las conversaciones entre mis amigos europeos, quienes se peleaban por determinar cuál de los antiguos imperios occidentales ganaba el título de “máxima hegemonía.” Los italianos hablaban de “tiempos”, los españoles de “descubrimientos” y los ingleses famosamente repetían: “El sol nunca se pone en el imperio británico”.
Al margen de quien tuviese razón, esto me hacía reflexionar sobre la suerte de las potencias. Pareciera que la historia nos revela y confirma reiteradamente que las alzas y las caídas de los imperios cada vez toman menos siglos, fenómeno que también ocurre con la tecnología. El imperio romano abarcó del 27 a.C al 476 d.C, mientras que el español duro poco menos de 400 años, seguido por el inglés con dos siglos. En el caso de la tecnología, el cuento es parecido. Si comparamos la adopción del teléfono con la del “smartphone”, se tardó 70 años para que el 80% de la población usara el primero, y menos de una década para que la misma proporción de gente se dedicara a tomar “selfies” obsesivamente.
A partir de esta premisa, me pregunto constantemente qué significa esto para el dominio que Estados Unidos asumió desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Si, además, extrapolamos los procesos tecnológicos y la dolorosa pandemia que hemos sufrido provenientes de China, no es de extrañar, las recientes discusiones geopolíticas sobre una “Guerra Fría 2.0” entre el imperio americano y el chino.
Muchos académicos, tal vez con buenos argumentos, o con una buena dosis de “sesgo de confirmación”, descartan una posible amenaza inminente de China. No obstante, China actualmente es un superpoder que debe ser estudiado y entendido tanto desde la óptica política como la histórica. El imperio chino ha sido el más poderoso que el mundo ha visto con sus 2000 años de historia, hasta su descenso a finales del siglo XIX. China ya se había unificado antes de la unificación del imperio romano y seguía coleando después de su colapso. El colonialismo europeo se dio gracias a la pólvora inventada en China, e inclusive, las grandes armadas españolas y británicas basaron sus embarcaciones en los primeros barcos chinos. Si bien China albergó un gran imperio, durante la revolución industrial se inició un descenso en su hegemonía que lanzaron a China en una espiral de fracasos y pobreza. No fue sino hasta los últimos 30 años que China logró reposicionarse, gracias a un balance entre una “apertura” comercial, un régimen comunista autoritario y una gran voracidad consumista americana. De ahí, que el historiador Niall Ferguson introdujera el neologismo “Chimérica” para describir una relación simbiótica entre los EE. UU. y China: China acumulando grandes reservas de deuda americana (ahorro) gracias a un excesivo consumo yankee.
Recientemente y gracias a la demanda interna y la consolidación de una gigante clase media, China se ha volcado a enfocar sus esfuerzos internamente y ha dejado el superávit comercial como uno de los motores de la economía más que el corazón de su estrategia. Y desde hace varios años ha enfocado sus esfuerzos en el desarrollo tecnológico. De aquí que desde China hayan salido grandísimas innovaciones en software y hardware, como lo atestiguan las nuevas tiendas de artefactos tecnológicos en Multiplaza, que empiezan a destronar a las de Apple. Y es aquí en donde ocurre el fenómeno que merece la pena estudiar: la intersección entre la aceleración de un imperio con la aceleración en innovaciones tecnológicas, amenaza que, a su crédito, Trump detectó. Más allá de la manipulación del Yuan o un pulso en tarifas arancelarias, el mayor riesgo que existe es un dominio tecnológico chino.
El espionaje corporativo es quizás uno de los mayores riesgos para los estadounidenses. En nuestros tiempos, la tecnología es el camino al futuro y al poder y de aquí que esta guerra fría discierne de la anterior. No estamos ante un enfrentamiento ideológico o militar, sino, más bien, ante un enfrentamiento de quién tiene el control de la tecnología de punta: piensen en la red 5G de Huawei. China ha logrado muchísimas innovaciones y disrupciones tecnológicas, quizás las más importantes en Fintech. En contraste, el avance en disrupciones tecnológicas y financieras no ha sido tan prominente en los Estados Unidos. Hay razones estructurales que lo explican. Por ejemplo, a Estados Unidos le conviene que el resto del mundo continúe usando el sistema de transferencia SWIFT, ya que la adopción global hace que aplicar sanciones se pueda hacer de manera más efectiva. Lo mismo pasa con los reguladores financieros que buscan proteger los grandes bancos americanos para evitar riesgos sistémicos ya que estos son “too big to fail”. He aquí el Talón de Aquiles americano.
El lema MAGA (“Hagamos a Estados Unidos grandioso otra vez”), impulsado por Trump, responde a un enfoque nacionalista que se aleja de los procesos de globalización. Desafortunadamente, este enfoque ha dejado un vacío en las agendas de cooperación internacional, que China ha venido a llenar con su inversión extranjera directa y sus esfuerzos en la nueva Ruta de la Seda. Ante estos hechos, el presidente electo Biden tiene una gran oportunidad. Primeramente, deberá proteger su ventaja competitiva en temas tecnológicos, sobre todo en lo que concierne la manufactura de semiconductores, pieza esencial para hardwares y en donde China depende aún de otras naciones. Además, deberá de aprovechar la coyuntura post-COVID en donde China ha visto su reputación afectada y así llenar el vacío de liderazgo mundial que alguna vez fue prioritario en su agenda diplomática.
La globalización no es una opción, es una realidad; si no, que lo diga el Covid-19. El mayor temor de esta Guerra Fría es que aumente la fragmentación entre países y surjan bloques de poder con visiones opuestas. A diferencia del entorno que rodeaba la guerra fría del siglo pasado, ahora enfrentamos problemas universales inminentes: cambio climático, pandemias y migraciones entre naciones. Todos problemas globales que demandan soluciones globales. Cómo lograr esto en el inicio de una nueva guerra fría, donde la tecnología avanza cada vez más rápidamente, será el mayor reto que nuestra generación le toque resolver.
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