Nuestro aparato institucional está compuesto por tres “Poderes del Estado”: el Poder Ejecutivo, que en esencia son el presidente, los vicepresidentes, los ministros y viceministros; el Poder Legislativo, que son 57 diputados, desafortunadamente electos como parte de papeletas cerradas en un obtuso y opaco sistema de votación proporcional por regiones, y 904 funcionarios, entre asesores y administradores del proceso legislativo; y el Poder Judicial, con cuatro “salas” —incluyendo una Sala Constitucional de siete miembros que en esencia puede rechazar cualquier legislación que no les parezca constitucional a por lo menos cuatro de sus miembros— y que son electos por el Poder Legislativo en votaciones aún más opacas y obtusas.
Lo describo así porque en esencia, el avance legal y una buena parte de la estrategia nacional de desarrollo, queda a discreción de cuatro jueces (la mayoría de la Sala de 7) que no fueron electos por el pueblo y que, como seres humanos que son, están sujetos a presiones, creencias, preferencias y sí, a conflictos de interés.
En nuestra democracia representativa en teoría se eligen personas a los Poderes Ejecutivo y Legislativo para que, de acuerdo con lo que han ofrecido en una larga campaña electoral, tomen decisiones que muevan el país, su economía y el progreso social de sus ciudadanos en la dirección deseada, sin comprometer la capacidad de las siguientes generaciones de hacer lo mismo; o sea, con sostenibilidad.
Como no creemos en la tiranía, no elegimos solamente un presidente y su equipo; sino que elegimos también una Asamblea Legislativa ―un parlamento― que se encarga de aprobar las leyes que han de regir sobre el país, realiza labores de control político, que significa que no aprueba aquellas leyes o modifica las propuestas del Poder Ejecutivo para, según su mejor criterio, responder a las necesidades del país y su población.
Y si al final a 10 (o más) de estos 57 diputados les parece que las leyes aprobadas violan algún precepto constitucional, entonces recurren a la Sala Constitucional para que ésta sea la que defina si la ley o programa en cuestión puede llevarse adelante y ejecutarse.
Lograr una mayoría calificada en nuestro congreso, o aún una mayoría simple, es más difícil de lo que parece, pues la Asamblea Legislativa está tan fragmentada, y lo ha estado en todos los gobiernos de este siglo; que se les termina por dar mucho poder a pequeños grupos de diputados que lo usan para negociar leyes o modificaciones de su interés con los grupos más grandes y con el mismo Poder Ejecutivo.
O sea, nuestra ingobernabilidad actual prácticamente fue diseñada. Cuando dos partidos elegían 50 o más diputados y la Sala Constitucional no existía, antes de 1990, el país avanzaba a grandes saltos, mediante acuerdos de dos partidos con una visión bastante cercana de lo que Costa Rica debiera ser. Hoy hay que poner de acuerdo al Poder Ejecutivo con el Legislativo; dentro de ésta hay que lograr apoyo de 29 ―algunas veces, como en este caso, 38― diputados para que una ley avance, después de ser manoseada y cambiada por una comisión a la que se le asigna su análisis y recomendación al plenario. Y si a 10 no les gusta, la decisión final puede pasar a la Sala Constitucional o, en su defecto, al presidente, que puede vetar una ley que no le parezca, quedando en estos casos la oportunidad de resellar dicha ley si logran un acuerdo de mayoría calificada de 38 diputados en la Asamblea Legislativa.
Hago todo este cuento hoy porque en esencia se necesitan 38 valientes diputados que aprueben una magnífica propuesta para el Fondo Monetario Internacional ―como lo requiere nuestra constitución para este tipo de legislación― que logre: proteger a los más pobres y vulnerables, reducir estructuralmente el gasto público y eliminar todos los abusos y negligencias acumuladas que nuestro gasto estatal tiene actualmente, aumentar los ingresos fiscales por medio de eficiencia y mejores capacidades en el Ministerio de Hacienda y, si hace falta, aprobar algunos impuestos transitorios por mientras las medidas de eficiencia hacen su efecto. También es indispensable reducir y re-estructurar la deuda pública y para esto se debe actuar sobre la deuda interna por medio de consolidaciones entre entidades y cuentas del Estado; re-negociación de costos y plazos de la deuda interna; cambiar deuda local cara por deuda internacional más barata y, si hace falta; vender algunos activos del Estado para amortizar parte de la deuda existente.
Ese mismo grupo de 29, 38 o más valientes debe legislar para acelerar la recuperación ―primero― y luego el crecimiento de la economía; mediante legislación que elimine y simplifique trámites, impulse el emprendedurismo, facilite acceso al crédito, contribuya a atraer inversión local y extranjera a sectores de alto potencial, fortalezca al INA para mejorar la disponibilidad de capital humano; y exigiendo un desempeño competitivo y moderno a nuestros ministerios y entidades autónomas que inciden sobre los temas anteriores. Por ejemplo, espero muy pronto ver una caída en los costos de la energía eléctrica a partir de la “nueva contabilidad” del ICE, bajo las normas NIIF que recientemente adoptó, y de la revisión de sus políticas de recursos humanos y convención colectiva, bajo el amparo de la ley que nuestros valientes de seguro aprobarán al respecto.
Las propuestas al FMI ―ojalá de verdad valiosas― para toda esta valentía, deben salir en parte de Poder Ejecutivo y su mesa de diálogo, complementada con la propuesta que surja de la Mesa de diálogo del Banco Popular y otras propuestas que se han hecho públicas y que seguramente contienen puntos que vale la pena analizar y considerar.
No hay tiempo para la ingobernabilidad. La aprobación de este plan es para ya, puesto que los primeros vencimientos de la deuda son en 2021 y por un monto cercano a los 3500 millones de dólares. El FMI espera nuestra propuesta seria para abrirnos las puertas del mercado financiero internacional, para que podamos cambiar deuda cara por barata y así mejorar aún más nuestras finanzas públicas. Si no lo hacemos, se nos cerrarán puertas importantes y la deuda se mantendrá cara, haciendo mucho más difícil bajar el gasto total, ya de por sí sobrecargado de intereses.
Permitir que se cierre la puerta del mercado financiero internacional es una locura. No solo afectará nuestras finanzas públicas, si no que afectará nuestra estabilidad fiscal y económica, y con ellas nuestra capacidad de atraer inversiones y crecer con el vigor que lo tiempos exigen.
La cercanía de la campaña electoral tiende a empañar la visión patriota de algunos que podrían poner sus aspiraciones personales sobre el bien común. A estos debe hacérseles saber que el pueblo es inteligente y les cobrará en las urnas los retrasos y el daño que les cause su egoísmo.
Se necesitan como mínimo 38 valientes que blinden una propuesta y plan de recuperación a la altura de los tiempos. Lo hicimos en el 1948-49 y lo volvimos a hacer en 1982-83 cuando, saliendo de profundas crisis y la ruptura efectiva de nuestro modelo económico y social, pudimos reinventarnos como nación, de la mano de líderes visionarios de todos los sectores que supieron poner por delante el bien común a sus necesidades sectoriales y aspiraciones personales.
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