Solo quienes han sido verdaderamente derrotados viven bajo tierra o en los bosques. Pienso, por ejemplo, en los pichiciegos de los que habla Fogwill, esos soldados argentinos que buscaban refugio en las cavernas de las islas Malvinas, mientras afuera todo quedaba reducido a ventolero, explosiones y rumores aciagos de Harriers. Pienso en los indios bravos de Talamanca que repelían las incursiones de frailes y encomenderos. Pienso en los ingenuos máquis que se internaron en las montañas y se pasaron años de años esperando desembarcos de tropas internacionalistas que nunca llegaron. Pienso en ese Mahdi oculto en un pozo seco del que habla Kader Abdolah.  

La derrota, por supuesto, tiene una dimensión ética. Decía Paco Ignacio Taibo II que es preciso hacer un elogio de la derrota, que en medio de tanto culto a la victoria, los seres derrotados constituyen referentes éticos, que ganar no siempre es lo correcto.     

Yo creo que, de alguna forma, los monstruos, también, son seres derrotados que se internan en los bosques o se ocultan en las profundidades. Al menos así sucede con ciertos monstruos. 

Bradbury miraba con nostalgia la desaparición de la novela gótica y mencionaba que con Darwin y la ciencia moderna, sin más, empezó el colapso de un sistema de entendimiento del mundo basado en parámetros religiosos. Con la pérdida de de la fe en Dios, añade, perdimos la fe en el Diablo, en los hombres lobo, en las apariciones y en las brujas. 

No es casual que el mismo Bradbury haya escrito un cuento acerca de un fantasma que viaja en un tren y que agoniza lentamente en la medida en que los pasajeros lo ignoran. No es casual, tampoco, que haya escrito una novela sobre una feria tenebrosa, con sus brujas y sus monstruos, que llega a un pueblo olvidado en mitad de la noche, en mitad de una tormenta. Y no es casual que escribiera tantísimo sobre marcianos: esa curiosa forma de derrota de la vida en clave extraterrestre. 

A mediados de los 90, cuando ya no existía amenaza comunista ni amenaza de invierno nuclear, empezaron a circular rumores y noticias acerca de un monstruo que succionaba la sangre de las vacas. Ya Sagan había deconstruido el mito de los marcianos y, a un mismo tiempo, despedazado buena parte del imaginario de horror del siglo XX. Ya Fukuyama había decretado el fin de la historia. Ya Óscar Arias había logrado la pacificación de Centroamérica. Y en esta parte del mundo, casi sin excepción, todos nos embriagábamos de optimismo neoliberal, productos importados y democracia electoral. 

Así surgió el chupacabras. 

Hay quienes aseguran que se trata del primer monstruo de Internet. O dicho de otro modo: podría considerarse el primer monstruo de la globalidad digital. Empezó, al parecer, en Puerto Rico y llegó hasta Rusia. Y en todos los casos había un rasgo, si se quiere, paradójico: era un monstruo rural. 

Recuerdo alguna noche de 1995. Mi hermano se quedó varado en las montañas de Coronado y le pidió a mi papá que fuera a recogerlo. Fuimos juntos, mi papá y yo. Y también un primo que es mecánico. Yo tenía 14 años y recuerdo ir en la parte de atrás del Land Rover de mi papá. Llevaba un foco militar y pasé todo el camino alumbrando los potreros. 

No vi nada más que vacas encandiladas y terneros apocados por la garúa. Pero yo creía en el chupacabras y me gustaría pensar que sigo creyendo en él. Acaso porque aquel era un mundo infinitamente mejor que este. Acaso porque desde el 2020 cualquier cosa, excepto el futuro, luce infinitamente más dulce.  

Lo cierto es que hoy las narrativas que se enfrentan a la narrativa neopositivista de los datos distan de ser tan elaboradas como las novelas góticas, los marcianos o el chupacabras. Mucha gente, al menos en Costa Rica, cree que cada semana se conjura un golpe de Estado y que debemos correr a salvar la institucionalidad con urgentes tuiteos y posteos. Otros, por su lado, aseguran que este es un gobierno comunista empeñado en perpetuarse y que debemos exigir su renuncia. Y mientras tanto, la democracia electoral, otra de esas hermosas fabulaciones, cada vez más se parece a ese fantasma en el tren del que hablaba Bradbury: agoniza lentamente conforme la gente, por sevicia, lucidez o despecho, deja de creer en ella. 

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