La reforma procesal laboral cumplió este 25 de julio de los 2020 tres años de estar vigente. Su concepción fue tele novelesca: estuvo en negociación por más de 10 años. Cuando por fin fue aprobada por la Asamblea Legislativa, fue vetada por la presidenta Laura Chinchilla (por su regulación de las huelgas en servicios esenciales).  Posteriormente el presidente Luis Guillermo Solís levantó ese veto, aunque luego la Sala Constitucional declaró ese acto inconstitucional. Por esa decisión, fue devuelta a la Asamblea Legislativa, que aprobó un nuevo proyecto con modificaciones al texto original, y que fue la versión que se firmaría entre vítores y abrazos el 25 de enero del 2016, y que, por el mismo transitorio de la ley, entró a regir 18 meses después, el 25 de julio del 2017.

Pese a tan turbulenta concepción, su impacto en la práctica ha sido modesto. Aunque tiene aspectos novedosos y alguno de vanguardia, su principal objetivo era procesal: acelerar los tiempos de resolución de los conflictos laborales, y en eso el fracaso nadie lo puede negar.

Lo positivo. Indudablemente, la reforma procesal laboral modernizó no sólo el proceso judicial, sino también varios temas de fondo de nuestro Código de Trabajo.

Uno de los cambios más relevantes fue las nuevas protecciones respecto a la discriminación en el empleo. Incrementando las categorías de protección e incorporando protecciones directas como la prohibición de discriminar por discapacidad, por orientación sexual, por situación socioeconómica, e inclusive por cualquier forma análoga, permitiendo que se incluyan categorías nuevas que no están expresamente establecidas, tutelando situaciones que podríamos no estar viendo en este momento.

Otro cambio sustancial fue la posibilidad de los jueces de emitir sentencias anticipadas. Los jueces ahora pueden emitir sentencia de manera directa, si la parte demandada acepta las pretensiones o no contesta la demanda en el plazo otorgado. Eso permite que, en esas situaciones excepcionales, no se convoque a audiencia, y se resuelva con la información que consta en el expediente de una manera más rápida.

Lo negativo

Donde fracasó rotundamente la reforma, fue en la parte procesal, donde se rompió la gran promesa de que iba a resolver los grandes retrasos que existían en la resolución de los asuntos laborales.

La tan esperada celeridad en los procesos nunca llegó. Aunque el proceso en sí se comprimió, no se ha visto una mejora en los tiempos de resolución. No es de extrañar que los usuarios de los servicios judiciales vean como se dura meses, o inclusive años, esperando el día de la audiencia para un juicio. Luego de eso, hay que soportar estoicamente una espera similar por las impugnaciones que puedan existir en esa sentencia de primera instancia, espera que es mucho peor si lo tiene que resolver la Sala Segunda de la Corte Suprema de Justicia.

Consecuencia de los cambios, la Sala Segunda de la Corte Suprema empezó a recibir muchos más casos en un corto período de tiempo. En la Sala trabajan únicamente 5 magistrados propietarios, por lo que era previsible que se saturaría si le llegan muchos casos a la misma vez, trabajando igual con el mismo personal. Según datos del propio Poder Judicial, en el 2014, el circulante de esta Sala era de 399 casos. Al año 2019, se encontraba en 3.410 casos activos, casi 10 veces más.

Este retraso impacta inclusive a los procesos sumarísimos, que revisan los procesos de violación a los fueros de protección (como los de las trabajadoras embarazadas o los representantes sindicales). En papel, estos deberían durar un par de meses, sin embargo, están durando un año o más en resolverse. El Tercer Informe del Estado de la Justicia evidenció que la reforma laboral, junto con otras reformas procesales, no tuvieron el resultado esperado de reducir estos tiempos de espera. Ha quedado claro que el problema, más que de leyes, es de personas e instituciones.

Podemos seguir enumerando complicaciones que han surgido con esta reforma, tales como la eliminación del recurso de apelación para cuando se impone una medida cautelar, lo que evita a los patronos recurrir a una segunda instancia un embargo o una reinstalación ordenada por un Juez, o toda la regulación respecto a las huelgas que generó las dificultades con esos movimientos en los años 2018 y 2019.

Claramente la reforma no tuvo el efecto esperado en su principal objetivo. La experiencia que nos ha dejado estos tres años es que, aunque se dieron algunos avances en las protecciones contenidas en el Código de Trabajo, el grueso de la reforma no sirvió, o incluso empeoró, dado que no tuvo el efecto en el tiempo que se dura tramitando un asunto.

Si por la víspera se saca el día, sólo un milagro podría hacer que en los próximos años las cosas mejoren y haya ajustes administrativos que permitan destapar estos cuellos de botella en el proceso judicial, para que por fin se cumpla el derecho a una justicia pronta y cumplida. No es de descartar que ese milagro nos lo quieran presentar como la reforma de la gran reforma.

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