Está científicamente comprobado que los seres humanos evolucionamos. Nos adaptamos y cambiamos según las condiciones medioambientales y culturales. Alteraciones que se dan de manera paulatina. Es decir, no son cambios repentinos. Vamos de generación en generación convirtiéndonos en los protagonistas de nuestra propia cultura. Por ello, es vital para la especie humana pertenecer a un colectivo y formar una identidad.

En las últimas décadas los científicos sociales han venido estudiando los cambios precipitados y dañinos en los vínculos sociales con relación al consumo desequilibrado. La antropología del comportamiento nos ha dado una visión más amplia de estas prácticas humanas ligadas al consumo y a las culturas divergentes. Aportando al análisis de la relación del ser humano y la producción acelerada de mercancías. Por ejemplo, el rápido crecimiento desigual de las economías, el dinámico intercambio comercial entre naciones y el incremento desproporcionado del poder adquisitivo. Así como los nuevos procesos de exclusión, el aumento de la pobreza, las estructuras de producción, la migración forzada, el descenso de ecologías alternativas y el debilitamiento de la agricultura tradicional.

Sin olvidar los hipervínculos que mantenemos debido a la internet.

Es evidente que estamos viviendo el fin de un mundo que construimos apresuradamente, dañando el desarrollo integral del ser humano y la sana evolución de todas las especies del planeta.

La antropóloga Kay Milton en su ensayo Ecología; antropología, cultura y entorno concluye que el problema con los estilos de vida consumistas vienen definidos desde afuera, de los políticos y grupos de presión que influyen en la política medioambiental. Estos grupos de presión que alude la investigadora Milton están ligados al concepto de un estilo de vida conocido como Aldea GlobalEn otras palabras, un mundo ideológicamente uniforme para todos. Un plan ambicioso y una alternativa poco factible que ha lastimado las idiosincrasias de los pueblos, las alternativas económicas y el medio ambiente de maneras brutales.

Fue el filósofo canadiense Marshall McLuhan quién introdujo el término Aldea Global en los años sesenta. En síntesis, la especie humana funcionaría como una aldea conectada y comunicada unísonamente. McLuhan no estuvo tan convencido de su efectividad y expuso el riesgo de las consecuencias socioculturales en su libro Guerra y paz en la Aldea Global (1968). Los medios de comunicación llegarían a imperar en nuestros hogares y sería entonces momento necesario para contenerlos y protegernos de su expansión.

Cincuenta años después vemos que la internet ha mediatizado el mundo entero.

El antropólogo francés Marc Augé lo llama una surmodernitéo (sobremodernidad). Todo se encuentra contenido en una red universal e impersonal. Son nuevas identidades basadas en estilos de vida consumistas. Los relatos culturales ya no son propios. Las vidas de todos y todas son ahora más parecidas y homogéneas.

Las grandes potencias se definen por su capacidad de importar o exportar mercancías, personas, imágenes y mensajes. La internet es la red de redes o red informática más popular en el mundo para adquirir información. Los influencers ocupan la mente de los jóvenes, con ideas efímeras y con poca apertura al pensamiento. Tal como lo expone el escritor Mario Vargas Llosa en su novela La civilización del espectáculo en donde aparentemente vivimos en tiempos con una visión de la vida perfecta.

En mi opinión, la globalización, aldea global o sobremodernidad ha dañado irreparablemente las identidades de todas las naciones. Portando ideologías ajenas y doctrinas prestadas. Influyendo directamente en el abandono de tradiciones, valores, creencias y sentidos de pertenencia. Las esencias de los pueblos se desvanecen. Estamos en la cúspide de la insostenibilidad.

Hoy por hoy, el confinamiento ha incrementado la marginalidad y la miseria en los países más vulnerables, los sistemas de salud están colapsados, las economías paralizadas, las importaciones y exportaciones entre países se han visto afectadas por la COVID-19.

Por el contrario, han aumentando los intercambios internos ajustándose a las necesidades propias de esta crisis. Se proyectan nuevas iniciativas para reactivar las micro economías, la soberanía alimentaria y la reivindicación del trabajo agrícola. Se habla del resurgimiento del trueque o intercambio de mercancías, de la importancia de consumir local, de modelos económicos sustentables, comercios justos y de desarrollo integral. Se ha convertido en una oportunidad para reconsiderar lo nacional, la supervivencia colaborativa y la urgencia de vivir de una manera más sencilla. Se trabaja en futuras campañas para aumentar el turismo local.

Se ha retomado la importancia del núcleo familiar como la célula básica de nuestra sociedad y volver al ideal de la tribu.

Durante la historia de la humanidad hemos visto que los seres humanos buscamos un sentido de pertenencia. Una identidad que determine nuestras conductas, emociones, motivaciones y nuestro bienestar de desarrollo. Procuramos lugares seguros e inherentes para vivir. Por naturaleza necesitamos sentirnos protegidos. Tenemos el deseo de pertenecer a una comunidad con el fin de reproducirnos y prolongar nuestra especie. Queremos un espacio común con afiliaciones afectivas, ideológicas, simbolismos y memorias colectivas. Es un proceso cognitivo muy complejo y que lleva miles de años en desarrollo.

La evolución no es solamente un asunto biológico, fisiológico o molecular. Es también una evolución emocional, de razonamiento y sobre todo de conciencia.

Nuestro planeta nos recuerda que las prácticas no sostenibles desembocaban en el desgaste social y medioambiental. Este 2020 nos encauzó hacia un futuro diferente, será muy distinto de lo imaginado. Es momento de hacer un paréntesis, reflexionar y replantearnos el país o el mundo que queremos. Necesitamos hacer una pausa y cambiar nuestras rutas.

Intentemos evolucionar a un ritmo más sensato y sostenible para con el medio ambiente. Seamos más proporcionados con nuestras acciones de consumo y más prudentes con nuestras propias ambiciones.

Soy optimista, creo en una humanidad que despierta hacia una nueva conciencia. Si nos queda la oportunidad de mejorar, hagámoslo, no queremos ser el próximo imperio sobremodernista que colapsa frente a nuestros ojos.

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