No existe el derecho fundamental ilimitado o irrestricto. Esa posibilidad quizás la tuvo Robinson Crusoe, antes de la llegada de Viernes. La vida en sociedad nos obliga a reconocer que todos los derechos, por más relevantes que sean o los consideremos, están sujetos a límites.

Más allá del clásico “mis derechos llegan hasta donde empiezan los de los demás”, lo cierto es que las libertades públicas tienen una frontera, un borde fuera del cual, se actúa lejos del amparo de este derecho. Este es el terreno del llamado “abuso del derecho”, es decir, actuaciones que, amparadas en una remisión a una prerrogativa legítima, reconocida por la Constitución o por el Derecho Internacional Público, en el fondo oculta un acto de desprecio a la normatividad y al propio derecho invocado.

La libertad de expresión no me permite lesionar el honor de las personas, ni comprometer la seguridad nacional. El derecho de propiedad no me autoriza a realizar actividades peligrosas o altamente contaminantes. La libertad de cátedra no me legitima a denigrar a mis estudiantes, o a inculcarles el desprecio hacia las instituciones democráticas. El derecho a protestar contra el Gobierno o a exigir determinadas políticas públicas no me da la posibilidad de violar los derechos de las demás personas.

En nuestro país se fue incubando, por décadas, la idea (errónea de raíz) de que el derecho de huelga o el de protesta, autorizaba a sus actores a pisotear los derechos de terceras personas.

Hemos llegado al colmo de legitimar el acto vil y cobarde de negar los cadáveres de sus parientes a sus deudos, para protestar contra la reducción de mi pensión de lujo. De cerrar servicios esenciales de salud para luchar por preservar el enganche salarial que me convierte en un trabajador privilegiado. De bloquear las vías públicas para lograr objetivos (muchos de ellos legítimos), a costa del derecho a la libre locomoción, al comercio, al trabajo, a la salud, entre otros, de todos los demás.

Y hemos sembrado la falaz idea de que las demás personas deben tolerar pacientemente estas manifestaciones de violencia, para garantizar los derechos de quienes protestan o luchan por alcanzar algún objetivo. Con ello, hemos pervertido la esencia de la libre manifestación de las ideas, hasta convertirla en una forma de chantaje, ajena a cualquier consideración racional o moral.

Por ello, considero que es motivo de celebración la lúcida decisión de la Sala Constitucional, plasmada en las sentencias 2019-15220 y 2019-15221, emitidas en procesos de hábeas corpus, que condenan al Estado por ser tolerante ante la violencia de los manifestantes en contra de personas inocentes.

Al resolver de esta forma, el Tribunal Constitucional hace un uso adecuado y oportuno del juicio de ponderación, técnica que le permite al intérprete, valorar el peso relativo de dos o más derechos que entran en conflicto, de modo que logre dilucidar hasta qué punto el disfrute de uno de ellos, dificulta seriamente o impide al ejercicio de los demás. La solución no es impedir que se desarrolle alguno de tales derechos, sino buscar una forma racional y proporcionada de realización de estos. (Prieto Sanchís, 2009)

Las recientes sentencias de la Sala no van en forma alguna a impedir la protesta social. Siquiera la van a restringir. Lo que —esperamos— van a lograr, es la racionalización en el ejercicio de dichas libertades. Lo que —añoramos— propiciará, es evitar el abuso de tales derechos fundamentales. Por contradictoria que parezca la siguiente afirmación, es indudable que esta decisión del Tribunal Constitucional (al menos del voto de mayoría) tiene un profundo contenido e impacto social.

El Estado tiene el monopolio del uso de la fuerza. Sin duda sería deseable que nunca debiera emplear tales poderes de policía. No obstante, la realidad genera diversas situaciones en la cuales la Fuerza Pública debe intervenir para asegurar la sana convivencia y proteger los derechos de las personas, incluso para tutelar la integridad de los propios agentes del orden. Los precedentes jurisprudenciales que hemos citado constituyen un firme recordatorio a nuestras autoridades acerca de la necesidad de actuar en forma racional, modera, civilista. Pero actuar.

Quizás estas sentencias nos ayuden a madurar como sociedad hacia formas más civilizadas de expresión y protesta. Quizás nos recuerden que mis derechos no son los únicos derechos. Quizás nos ayuden a recuperar la paz social que algunas personas (agitadores y oportunistas) se han obstinado en debilitar.

Una gran forma de conmemorar el trigésimo aniversario de nuestra Justicia Constitucional especializada y el septuagésimo aniversario de nuestra Constitución Política. Ahora, como sociedad, nos corresponde hacerla cumplir.

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