Próximamente, la Asamblea Legislativa tendrá que decidir la reelección de un magistrado de la Corte Suprema de Justicia. El debate que ha surgido, a raíz de la recomendación negativa que hizo la Comisión de Nombramientos, debe plantearse, a mi entender, en dos niveles: uno de teoría constitucional y otro absolutamente contextual.

Como han escrito Levtisky y Ziblatt en su ensayo How democracies die (pp. 121 y siguientes), las democracias exitosas se rigen también por normas informales no escritas que conceden a las instituciones estabilidad, una estabilidad que es capaz de neutralizar el abuso y asegura el principio de frenos y contrapesos. Las reglas no escritas garantizan que la pugna política, legítima y necesaria, no se salga de control y genere un conflicto donde todo se vale. Es lo que algunos autores han llamado la contención constitucional.

Un buen ejemplo es la Corte de Carlos Menem de los años 90s; deseoso de lograr la aprobación de una serie de medidas, Menem aprovechó la porosidad constitucional sobre el número de miembros que debía tener el máximo tribunal federal argentino. Por eso, sin sonrojarse aumentó el número de miembros que pasó de 5 a 9 y nombró a 4 jueces afines. Esto permitió que sus políticas más polémicas superaran los filtros judiciales gracias a lo que se llamó la mayoría automática. Luego, Néstor Kirchner revirtió la polémica decisión y la integración del Supremo volvió a sus cauces históricos. Mientras tanto, el órgano judicial había quedado sumergido en el desprestigio más absoluto.

Del otro lado, con un diseño institucional muy parecido, ningún presidente de EEUU se ha atrevido a inobservar ciertas tradiciones, como la cantidad de integrantes de la Supreme Court. Ni siquiera Trump se ha animado a hacerlo aunque legalmente nada se lo impide. Muchos de los rompimientos de regímenes democráticos han estado antecedidos de la flexibilización de las estrategias del autocontrol (Honduras, Chile, Brasil o Paraguay, para citar algunos casos recientes).

No vamos a negarlo, el Congreso está facultado, si logra reunir una mayoría calificada en contra, a no reelegir a un magistrado. Esta potestad no está en cuestión. Sin embargo, invocarla como único argumento es una simpleza que desconoce elementos cruciales del funcionamiento de nuestro propio régimen político. Costa Rica ideó un sistema de elección de magistrados muy particular, no conozco un modelo similar. No se estableció que la magistratura fuera vitalicia, como en EEUU, pero tampoco que se fijaran plazos al nombramiento. El constituyente del 49 prefirió una fórmula intermedia, el magistrado podría removerse siempre que una mayoría reforzada no le diera su confianza. No es difícil pensar que habiendo, entonces, un sistema político de dos facciones, la posibilidad de construir tal mayoría fuera muy improbable. Tanto fue así que en 60 años solo se logró una vez contar con 38 votos para no reelegir a un magistrado –aunque luego la Sala Constitucional la revirtió por razones formales—. En aquel momento, la torpeza de un exdiputado que justificó la decisión en un deseo de aleccionar a la Corte provocó críticas feroces.

El caso del magistrado Rueda es aún peor. Esto me lleva a pensar que en el contexto que vive el Poder Judicial no verlo, solo puede obedecer a dos circunstancias: a cinismo o a unas inconfesas motivaciones que vuelven a hacernos pensar en la connivencia de algunos sectores judiciales con el poder político, uno de los detonantes de la crisis de legitimidad que empezó en 2017 y que no ha terminado.

Es evidente que el secretismo ha rodeado la recomendación negativa. Se resolvió en pocos minutos y, al principio, no se dieron explicaciones y cuando hubo que darlas, ya con todas las alarmas encendidas, parecieron una tomadura de pelo. Un diputado afirmó que él votó en contra porque quiere una renovación de la Corte. Algo muy difícil de digerir cuando ese mismo diputado, hace unas semanas atrás, según informó la prensa, no encontró reparos en dar su voto positivo a la reelección de la magistrada Julia Varela que, con el nuevo periodo, habrá estado en la Sala Segunda casi 25 años. Menuda forma selectiva de pensar una renovación. El diputado Abarca fue bastante más honesto, eso hay que reconocerlo, dijo que a él algunas sentencias de Rueda no le habían gustado. El problema es que, con algo de candidez, admitió haberse reunido con otro magistrado. Esas reuniones no son intrínsecamente malas –tampoco se van a demonizar los almuerzos— pero revestidas de tanto misterio son, hay que decirlo, altamente sospechosas.

No escribo esto para defender a Paul Rueda, sino para subrayar que en el contexto actual, sin haber ofrecido argumentos razonables, lo que menos conviene al sistema de justicia es dar la impresión de que hay movimientos a la sombra que, más bien, parece, procuran homogenizar a un sector del Poder Judicial. Rueda ha sido uno de los miembros más activos en las comisiones que han propuesto reformas al hilo de los acontecimientos de 2017. También fue uno de los jueces que votó a favor del matrimonio igualitario. Nada impediría, por expresa disposición legal, que esto pueda revertirse con un nombre más afín a los grupos fundamentalistas que siguen incómodos por aquella resolución.

La ciudadanía merece un aparato judicial independiente, pero también que los otros brazos del Estado no festinen con las facultades que otorga el ordenamiento jurídico. Si no se justifica una decisión casi inédita en nuestra historia republicana no habrá dique que contenga el surgimiento de toda clase de dudas y elucubraciones sobre las relaciones que hay entre la Corte y el Congreso. Y esto lo único que provocará es que se acentúe la desconfianza en el Poder Judicial y en nuestro régimen democrático. Estamos frente a un inmejorable momento para demostrar que, por sensatez y responsabilidad cívica, quienes ejercen temporalmente el poder son capaces de ver más allá de la inmediatez y de las pasiones del momento. En definitiva, que hay cosas que aunque se pueden, no se deben hacer.

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