Los sectores progresistas de todo el mundo cometemos un error estratégico al afirmar que detrás de quienes recurren a la estratagema conservadora “ideología de género” hay pura estulticia y dogma religioso. Basta con prestar atención a los contextos argentino, mexicano o español, donde el término ha conseguido irrumpir dentro del debate público con cierto halo de cientificidad y aparente neutralidad valorativa, por usar la noción de Max Weber, que recubre su contenido fundamentalmente ideológico, librándole –parcialmente– de la pesada carga de la mitología cristiana.
El caso de Polonia es paradigmático: allá los sectores conservadores ganaron la guerra cultural y el término género pasó ser considerado sinónimo de perversión dentro del sentido común polaco, replicándose el fenómeno en Bulgaria y Hungría. Así lo explica la activista Agnieszka Graff en un ensayo que hace parte de un compilado del Observatorio de Sexualidad y Política (SPW). Nuestro país no es ajeno a los procesos de derechización de escala regional y transcontinental que, pasando por el tamiz de una forma reduccionista y ortodoxa de biología, aducen que los estudios de género y sexualidad carecen de rigor científico. Hace unas semanas, por ejemplo, recibimos la visita de los autores del célebre Libro Negro de la Nueva Izquierda, quienes expusieron sus tesis “laicas y científicas” en una conferencia en la Universidad Nacional.
Entonces, para entender los alcances del término que nos ocupa, es vital advertir que el conservadurismo religioso busca secuestrar el habla científica y simular las lógicas de las instituciones dedicadas a la ciencia. Siobhan Guerrero, bióloga y filósofa de la ciencia especialista en género de la UNAM, atribuye este giro retórico al legado de las llamadas Guerras de las Ciencias, una serie de debates públicos y académicos en la cual se enfrentaron, por un lado, una concepción neopositivista del saber científico, asociada a las ciencias naturales; y por el otro, formas críticas de la manera tradicional de plantear y evaluar la rigurosidad de la producción científica, ligadas a las ciencias sociales y humanas, escépticas de las visiones más naturalistas y estáticas de la condición humana y, por supuesto, de la sexualidad.
Es precisamente sobre este sustrato que los sectores religiosos antiderechos encuentran un paradójico aliado, probablemente inconsciente, para secularizar su argumentario: el neopositivismo científico. Una de las estrategias más efectivas para desacreditar los estudios de género –y por derivación, las políticas progresistas con perspectiva de género– es cuestionando la cientificidad de las ciencias sociales y de las humanidades especializadas en esa materia. Después de todo, dentro de las concepciones más ortodoxas de las ciencias naturales se ha cultivado un histórico desprecio por otras disciplinas que no se ajustan a sus estándares y formas de cuantificar y generalizar resultados. Estos cuestionamientos encuentran cabida en las academias y en los órganos de evaluación científica.
Lo anterior termina legitimando la idea de que las ciencias sociales no pasan de ser un activismo disfrazado, pese a que contamos con nuestros propios estándares de rigor, ajustados para evaluar nuestras epistemologías y métodos particulares. Esta retórica también invoca una grave omisión epistemológica, pues da la impresión de que no existen trabajos en biología con enfoque de género decididamente críticos del binarismo y la diferencia sexual.
Retomando la idea de la alianza inconsciente, argumenta la teórica feminista Sara Garbagnoli que el énfasis imprimido por Joseph Ratzinger a la noción tomista de lex naturalis, que en líneas generales implica que la definición de una ley moral natural está entrelazada con las leyes de la naturaleza según las ciencias naturales, ocasionó que estas últimas, dentro de la doctrina de la iglesia, comenzaran a ser consideradas en su veta binarista como un lenguaje que aunque distinto a la teología, conducía a los mismos significados que esta, es decir, que las ciencias naturales de algún modo sirven a los seres humanos para conocer la obra de Dios. De este modo, el Vaticano acude de forma simultánea a la biología más ortodoxa y a la teología para defender la familia tradicional, condenar la concepción electiva de la maternidad y afirmar tesis complementaristas del género y la antinaturalidad de las formas de sexualidad no heterosexuales y las identidades trans. Estos elementos nutren el discurso de activistas antiderechos que empiezan a percatarse de que los signos religiosos son un lastre y encuentran posibilidades narrativas más prósperas y fructíferas para sus fines en esta otra lógica.
Para explicar este giro retórico y político, el sociólogo Juan Marco Vaggione, utiliza el término “secularismo estratégico”: ante la ineficacia estratégica de sus formas discursivas más tradicionales, el conservadurismo religioso, en materia de política sexual, desplaza sus narrativas y argumentos, del terreno divino al plano científico y legal; aunque carezcan del rigor científico que demandan, sus argumentaciones acumulan un valor y alcance político muy significativos, en buena medida porque caen en terreno fértil: sociedades cruzadas por el supremacismo masculino y por el desprecio hacia todo aquello que no sea heterosexual y cisgénero y, además, donde los argumentos naturalistas son legitimadores de existencia social y reconocimiento.
Un ejemplo de esta mimetización, es el uso retórico de términos extraídos de documentos oficiales como el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) en el cual, las identidades trans se incluyeron en la tercera edición, en la década de los 80, bajo el diagnóstico de “transexualismo”. Brevemente: desde su quinta edición, la nomenclatura psiquiátrica considera que el sujeto trans vive con “desorden de disforia de género”. Este término sigue despertando debates dentro del transactivismo; por un lado, activistas y teóricos y teóricas trans han cuestionado el término por su genealogía patologizante y que supedita a la tutela médica el acceso a procesos de hormonización, intervención quirúrgica y cambio de nombre y sexo registral en documentos de identidad. Por el otro, están quienes plantean un uso estratégico de la categoría para poder acceder a estos procedimientos, en el tanto constatan que no se está ante “caprichos”, sino ante necesidades. La ya citada Siobhan Guerrero y el sociólogo trans Miquel Missé, elaboran en los intersticios de ambos posiciones, de forma similar a como lo hace Judith Butler en Desdiagnosticar el género, pues, si bien el término actual aún menoscaba la autonomía del sujeto trans colocándole bajo tutela psiquiátrica, hasta tanto no se generen las condiciones materiales, institucionales y culturales que tornen innecesario el uso estratégico del diagnóstico, no podemos desecharlo. Ahora, regresando al tema que nos ocupa, el conservadurismo saca de contexto el diagnóstico, para probar que las personas trans son enfermas y contranatura, y no da cuenta de la historia política que hay detrás términos como “transexualismo”, “trastorno de identidad de género”, “disforia de género” o “incongruencia de género”, ni de los debates nomenclaturales mencionados entorno a los diagnósticos.
Otro ejemplo de estrategia retórica no religiosa es la diseminación del término “feminazi” que resulta de una asociación tendenciosa y malintencionada elaborada por estos grupos, entre la eugenesia y las luchas por la autonomía corporal y los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres libradas por el feminismo. Esta asociación descontextualizada, explica Siobhan Guerrero, deriva del uso retórico y generalización de la figura de Margaret Sanger, una activista que suele ser vinculada al feminismo de principios del siglo XX y que fue cercana a los movimientos eugenésicos de la época. El feminismo en general, y el negro y el que se intersecta con las luchas de la diversidad funcional en particular, han sido muy críticos de Sanger, desdeñando y considerando inaceptables sus posiciones, por lo que la generalización conservadora no solo es desafortunada, sino histórica y políticamente inexacta e injustificada. Pero a pesar de su inexactitud y falta de rigor ha conseguido instalarse en el imaginario colectivo.
Mi preocupación más inmediata estriba en que no consigamos anticipar adecuadamente esta reconfiguración del debate global en su incipiente dimensión local. Para hacer frente a este proceso debemos diseñar estrategias retóricas y políticas que logren desmontar no solo el ya desacreditado discurso religioso, sino también el mortífero discurso conservador de corte laico que goza de legitimidad y vigor.
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