Para muchos, una de las grandes promesas que traía la llegada del internet y el surgimiento de las redes sociales, era la aparición de una suerte de esfera pública, en la que la democracia se vería fortalecida gracias a la apertura de nuevos espacios para la deliberación política.
Aquella esperanza, fundamentada en la horizontalidad de las redes sociales y su potencial para difundir información y conectar a personas con opiniones bastantes distintas, se ha puesto en entredicho con estudios que muestran que los algoritmos nos introducen en burbujas en donde se nos sugieren contenidos y perfiles de aquellos que piensan similar a nosotros.
Básicamente, nos encontramos en un laberinto en el que se nos muestran primero aquellos contenidos que refuercen nuestras opiniones previas, con el agravante de que cuando nos encontramos con algunas que no sean coincidentes, optamos por tomar actitudes hostiles, inflexibles e incluso abusivas, con tal de anular a quien difiere o cuestione aquellas verdades a las que nosotros mismos le dimos la categoría de absolutas (por supuesto, reforzadas por esa red virtual de amigos que ya de previo nos dice que estamos en lo correcto).
Este tipo de comportamiento, que se ha vuelto tan común en las interacciones en redes sociales, está alimentado por la satisfacción instantánea de recibir aprobación y la obsesión con tener la razón y ganar las discusiones a cualquier costo. Lo que perdemos de vista, es que utilizar las plataformas de esa manera, nos está alejando de toda posibilidad de construir un debate real que nos aporte tanto en términos de convivencia social, como de idear soluciones a los problemas que nos aquejan colectivamente.
La deliberación sobre asuntos de interés público no puede conducirse en espacios en los que bloqueamos la posibilidad de disentir y tampoco puede llevarse a cabo cuando estamos más preocupados por proteger nuestras convicciones que por escuchar o aprender algo nuevo.
Si lo piensan con detenimiento, asuntos como los cuestionamientos a Epsy Campbell por los nombramientos realizados, el intento de asalto al BAC —en el que se difundió que uno de los asaltantes contaba con beneficios carcelarios— o incluso el despido de un humorista de televisión por un chiste que se reprodujo mal —el original también era repudiable, pero el asunto tomó otras dimensiones por la forma en que se difundió— , son algunos ejemplos que comparten entre sí haber sido objeto de debates acalorados y hay que decirlo, bastante agresivos, con la particularidad de que en casi todos los casos, había información inexacta o incompleta.
Exacerbados por imponer nuestro criterio y urgidos por señalar un culpable, ya habíamos linchado a los personajes de estos acontecimientos y arremetido contra todo aquel que no estuviera de acuerdo con nosotros, cuando apareció información nueva, que en algunos casos, podría haber modificado lo que apresuradamente dijimos en redes con motivo del debate.
Si este sesgo ya es de por sí inquietante, el hecho de que seamos incapaces de reconocer cuando estábamos equivocados o divulgamos información imprecisa, augura un escenario pesimista si realmente nos preocupa la calidad del debate público.
Tenemos entonces dos grandes desafíos. Uno tiene que ver con entender que, aquella comunidad imaginada, en la que todos opinan igual que yo, es un espejismo y por otra parte, que estar expuestos a ideas distintas a las nuestras es enriquecedor, y que por lo tanto, no hay razón alguna para atropellar u ofender al otro para expresar nuestro desacuerdo. Tenemos que ser capaces de construir un argumento lógico e iniciar un debate a partir de eso.
Aunado a esto, entendiendo que estamos expuestos a un mar de contenidos en el que también hay mucha información falsa, nos corresponde hacer un esfuerzo de verificación antes de divulgar opiniones que lejos encauzar el debate, solo atizan las llamas.
El sociólogo Zygmunt Bauman señalaba que el diálogo real, no es hablar con los que piensan lo mismo que nosotros, sino que es necesario salir de nuestras zonas de confort y ampliar nuestra perspectiva. En definitiva, un debate de altura implica comprender que la nuestra no es la única voz.
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