Los derechos humanos (DDHH), como todo concepto abstracto, pueden ser sujeto de incomprensiones e interpretaciones erróneas. Muchas personas quizá se pregunten qué tienen que ver con ellos instrumentos como la Carta de las Naciones Unidas o la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Sin embargo, son estos derechos los que garantizan que nuestra vida cotidiana pueda desarrollarse a salvo de injusticias.

La mayor parte de la doctrina de los Derechos Humanos se ha nutrido de la teoría naturalista que plantea que son inherentes al ser humano por el solo hecho de ser persona. Así lo dispone la Declaración y Programa de Acción de Viena, según la cual “los [DDHH] tienen su origen en la dignidad y el valor de la persona humana”, siendo esta sujeto central y principal beneficiaria de los derechos y libertades fundamentales. Asimismo, establece que la relación del Estado hacia los ciudadanos debe ser una de respeto y promoción de estos derechos. En otras palabras, sólo por nacer tenemos derechos y libertades y el Estado debe reconocer y velar por su cumplimiento.

Un derecho nada significa si no se puede hacer valer. En la Constitución Política, norma suprema del ordenamiento jurídico costarricense, los artículos 10 y 48 le encomiendan a la Sala Constitucional (comúnmente conocida como Sala Cuarta) la tutela de los derechos y garantías fundamentales consagrados tanto en la Carta Magna como en los tratados y convenios internacionales vigentes.

Dicha Constitución regula, a su vez, derechos como la inviolabilidad de la vida (art. 21), libertad de opinión (art. 28), igualdad (art. 33) y acceso a un medio ambiente sano y equilibrado (art. 50), entre otros. Sin embargo, la Sala Constitucional ha dispuesto que, cuando haya una norma internacional que proteja mejor un determinado derecho, esta debe tener prioridad sobre la Constitución.

Por su parte, los tratados internacionales garantizan que, si los derechos de un ciudadano no son adecuadamente tutelados por las instancias nacionales, este pueda acceder a organismos como las Cortes Internacionales, a las que se les reconoce competencia para revisar o juzgar las actuaciones de los Estados en detrimento de los derechos de individuos, colectivos u otros Estados (siempre y cuando su país de origen haya suscrito el tratado y aceptado la jurisdicción correspondiente). Todo este armatoste legal no es letra muerta. Supone un blindaje que protege a todo ciudadano costarricense contra la violación de sus derechos.

Las declaraciones realizadas por un grupo de diplomáticos en días recientes, respecto a realizar cambios al Pacto de San José para i) disponer que una opinión consultiva no es vinculante, y ii) “proteger la ‘cultura’ de los países ante las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, hacen peligrar la posibilidad de someter a un Estado al juzgamiento de organismos por la violación de un derecho determinado. Comenzando con el primer punto, resulta importante recordar que la Sala Constitucional resolvió este problema hace 23 años.

Respecto al segundo punto y el concepto de “cultura”, nos remitimos al viejo debate entre el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Relativismo Cultural. Los defensores de éste último sostienen que “si las sociedades tienen sistemas internos adecuados para proteger a sus propios miembros, los instrumentos de derechos humanos son innecesarios e irrelevantes”, por cuanto “juzgar prácticas culturales con normas internacionales sería inapropiado [al] impone[r] valores externos en esas culturas”. Katherine Brennan impugna dicha corriente con dos argumentos fundamentales:

  1. Debe haber un núcleo base de derechos que proporcione estándares contra los cuales las prácticas culturales puedan ser juzgadas.
  2. Cuando un Estado ratifica instrumentos internacionales de derechos humanos, éste se obliga a protegerlos y respetarlos.

En ese sentido, los Derechos Humanos fungen como valores que “guí[a]n el comportamiento en todas las sociedades”, comportamiento que debe adecuarse a las normas que como Estado haya ratificado.

Asimismo, Tracy Higgins nos dice que, “las diferencias culturales que pueden ser importantes para evaluar declaraciones de derechos humanos no son ni uniformes ni estáticas. […] Esta simplificación excesiva de la cultura puede llevar a los relativistas a aceptar sin reparos una defensa cultural articulada por actores estatales […] Sin embargo, parece improbable que una defensa cultural propuesta por un Estado vaya a reflejar de manera adecuada los […] posibles conflictos en aspectos culturales de sus ciudadanos… La cultura ha sido selectivamente y tal vez cínicamente apelada para justificar prácticas opresivas”1.

En otras palabras, el concepto de cultura puede llegar a ser tan maleable que se convierta en una justificación del Estado para arremeter contra los derechos de sus ciudadanos. Iniciativas como realizar cambios a un instrumento internacional para “proteger” la cultura, podrían tener un trasfondo cuestionable por parte del Estado que lo impulse. Quienes defienden esta posibilidad, sostienen que los Derechos Humanos no son universales, sino el resultado de la cultura imperante en la sociedad.

Un Estado que pretenda modificar un instrumento internacional con el fin de limitar los derechos de los ciudadanos ahí establecidos, siendo obligación de este promover y respetar dichos derechos, implica querer eludir la tutela de organismos que podrían juzgarlo y constituye un primer paso hacia el autoritarismo. Un Estado semejante es uno que pretende limitar (y lesionar) los derechos fundamentales de sus ciudadanos. Si a usted el Estado le falla ¿a quién va a recurrir para hacer valer sus derechos? Si la respuesta es únicamente la Sala Cuarta, olvida usted que nuestro sistema de justicia no es infalible, y que en algún momento podría necesitar de un Tribunal Internacional para defenderse contra el Estado.

Referencias

1Citado por Ademola Abass en: International Law; Ademola Abass. Oxford University Press. 2012. New York, pg. 718.

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