En los últimos años hemos presenciado el surgimiento de nuevos modelos de organizaciones cuyas estructuras y formas de generar valor se encuentran apalancadas en las tecnologías digitales.

Uber y Airbnb, modelos de e-learning en el campo educativo, el blockchain o servicios de crowdfunding dentro de la industria de servicios financieros son algunos ejemplos de nuevos modelos en una era digital donde las innovaciones están cambiando exponencialmente la forma en que consumimos, nos relacionamos y vivimos.

En este paradigma digital, donde la tecnología se mezcla con la economía colaborativa, las empresas están transformando procesos de marketing, la comunicación, el desarrollo de productos y las relaciones con los clientes, socios, proveedores y competidores.

Al mismo tiempo, las tecnologías digitales han servido como poderosas herramientas para aquellas estructuras organizacionales livianas y flexibles, brindándoles una enorme capacidad para adaptarse, reaccionar y competir de manera efectiva en mercados más dinámicos y exigentes.

Como resultado, poco a poco los consumidores nos acostumbramos a este paradigma tecnológico, al punto que nos hemos transformado en férreos críticos de cualquier esquema organizacional burocrático, público o privado, que no facilite nuestras interacciones con las estructuras, ni respeten nuestros deseos de consumo.

Esta realidad ha creado un mundo dual en el que los andamiajes de las estructuras tradicionales se han desacoplado al tenor del acelerado cambio tecnológico, frente a la lenta capacidad de los sistemas políticos para ajustarse al ritmo exponencial de cambio.

Moisés Naím, en El fin del Poder, lo expresa con enorme claridad: “En esta época de constante innovación, en la que casi nada de lo que hacemos o experimentamos en nuestra vida cotidiana ha quedado intocada por las nuevas tecnologías, existe un ámbito crucial en el que, sorprendentemente muy poco ha cambiado: la manera en que nos gobernamos”.

Lo cierto es que nos gobernamos dentro de sistemas políticos obsoletos, fundados, como lo dijo Alvin Toffler, “sobre conceptos de la época de la industrialización y la mayoría de la gente ya no cree en esos conceptos”

Cambiar y encontrar nuevas formas de organización política pasa necesariamente por romper esquemas mentales, aún aferrados a las normas, las filosofías, las estructuras y los procesos de toma de decisiones del pasado.

¿Y si actualizásemos la democracia y se pudiese votar online?” Esa fue la pregunta que Mark Zuckerberg lanzó en su discurso durante la ceremonia de graduación de alumnos de la Universidad de Harvad, en mayo de 2017.

Zuckerberg parece entenderlo bastante bien. La tecnología abre enormes posibilidades para que innovemos la participación ciudadana, los partidos políticos, las formas en que vivimos la libertad de expresión, la democracia y prácticamente todas las instituciones políticas.

A lo largo del mundo ya encontramos poderosos ejemplos de plataformas tecnológicas de participación ciudadana que abren un amplio abanico de posibilidades de innovación abierta en la forma que entendemos y vivimos la política, al proponer una transformación en el ciclo tradicional de formulación de la política que traslada el peso de su construcción a la propia sociedad, mediante un proceso crowdsourcing legislativo eficiente y transparente.

Pero no solo se debe tratar de verter nuevos modelos de participación a la luz del cambio tecnológico, dentro de los viejos sistemas políticos. Esto no es suficiente. Se trata ir más allá y pensar fuera de la caja innovando la política en todas sus dimensiones.

Inmersos en el ruido electoral no trasciende el debate de lo inmediato parecería un lujo realizar el ejercicio prospectivo de imaginar el futuro de la política, sin embargo, más temprano que tarde tendremos que asumir esta tarea, pues la innovación tecnológica no desacelerará y la vida política corre el riesgo de quedar fosilizada.

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