A veces pienso que ser profe de Educación Cívica es como ser nutricionista en la feria del chicharrón: uno predica la virtud mientras el entorno ofrece pura tentación para hacer lo contrario.
Yo creo en la institucionalidad costarricense, de verdad lo hago. Cada año me paro frente a un grupo de adolescentes hiperactivos y sobre estimulados para explicarles la importancia del voto, la democracia, el Estado de derecho… y mientras hablo, siento esa vocecita interna preguntando: ¿Y vos, campeón, por quién vas a votar?
Y ahí es donde el aula se me viene encima.
Porque este año, otra vez como cada cuatro años, me encuentro viendo la oferta electoral como quien abre la refrigeradora a medianoche: hay cosas, sí, pero ninguna que me provoque. Y entonces aparece la idea prohibida, el pensamiento oscuro, la tentación más sabrosa: la abstención. Esa belleza silenciosa que no da explicaciones y que uno puede justificar con un simple “nadie me representa”.
Pero claro, ¡soy profe de Cívica! No puedo llegar a decirles a mis estudiantes: “Muchachos, hoy hablaremos del voto informado, aunque yo todavía estoy esperando que aparezca un candidato que no parezca personaje descartado de una telenovela turca”. No funciona. Sería como enseñar natación desde la pura orilla.
Así que vivo en esta dicotomía doméstica: por dentro pienso una cosa, por fuera enseño otra. Y en el fondo sé que los valores democráticos no se resquebrajan porque existan malos candidatos… sino porque uno se cansa, se frustra, se desenamora del ritual, más con un futuro expresidente que quiere figurar más que su propia candidata a la “continuidad”.
Pero también entiendo, aunque me cueste admitirlo, que la democracia no es Tinder. No siempre aparece el “match perfecto”. A veces hay que votar por convicción, a veces por responsabilidad, a veces por evitar que el país termine siendo administrado por alguien que cree que el Banco Central es una sucursal del tiendas Monge o que la mujer sólo está para servir al hombre.
Así que aquí sigo: cívicamente conflictuado, profesionalmente coherente, y humanamente tentado a decir “mejor no voto”. Pero al final del día, cuando estoy frente al grupo y les veo las caras nuevas, ingenuas, ligeramente confundidas, intento recordar por qué enseño lo que enseño: porque, aunque yo dude, ellos merecen creer, o al menos educarse que la democracia es mejor que cualquier autoritarismo actual.
Y tal vez creer esto, en el fondo sea, un acto político mucho más grande que escoger una papeleta.
Aunque igual… si aparece algún candidato decente, que avisen. Yo sigo esperando.
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