Anoche, mientras escroleaba en una red social, me encontré con una frase que me dejó una mezcla de desconcierto, enojo y profunda preocupación: “amo a los dictadores.”

Lo curioso es que yo mismo me había prometido dedicar ese tiempo a una lectura más constructiva. Había decidido no perder energía ni salud mental leyendo comentarios que no suelen ir más allá de “cremita de rosas”, “que se mueran todos” o “tic tac tic tac”.  Comentarios que no solo son limitados, sino que rozan lo enfermizo. Y no lo digo a la ligera: esto empieza a parecer una epidemia que carcome silenciosamente al país.

Esa frase —“amo a los dictadores”— me planteó, de inmediato, una reflexión inevitable.

Quien la escribió lo hizo, además, con una convicción que asusta: decía amar a los dictadores porque “dicen las cosas de frente”. Esa visión romántica, repetida hasta el cansancio en los últimos años, ha hecho creer que la franqueza agresiva equivale a autenticidad y que el tono autoritario es sinónimo de liderazgo. Pero cuidado con esa trampa: no todo el que habla con rudeza dice la verdad, ni todo el que calla lo hace por cobardía. Esa confusión —alimentada desde el poder y amplificada en redes— ha degradado el debate público y nos ha hecho confundir el volumen con la razón.

Y el problema se agrava porque el silenciamiento de voces críticas se celebra y se aplaude. Periodistas desacreditados, académicos ridiculizados, ciudadanos señalados por pensar distinto. Lo más preocupante es que parte de la sociedad ve en ese silencio una muestra de orden, como si callar al otro fuera una forma de poner el país “en su lugar”. Se premia la descalificación y se castiga el pensamiento crítico. Y eso no es fortaleza democrática: es debilidad institucional y cultural.

La segunda reflexión es inevitable: ¿cómo llegamos a esto? Costa Rica ha invertido durante décadas recursos, tiempo y esfuerzo en educación con un objetivo claro: formar ciudadanos capaces de pensar, cuestionar y decidir con criterio. Y, sin embargo, hoy estamos a las puertas de una elección trascendental, una de esas que marcan rumbo. Una elección que podría empujarnos al barranco, a una suerte de suicidio colectivo democrático, si esa inversión no se traduce en pensamiento crítico y seguimos confundiendo autoritarismo con liderazgo y gritos con soluciones.

Aquí es donde la responsabilidad ciudadana se vuelve ineludible. No podemos seguir repitiendo consignas sin comprenderlas, ni celebrando discursos cuya única fuerza proviene del enojo, la descalificación o la simplificación extrema. No podemos seguir reaccionando desde la víscera, desde el odio o desde la frustración acumulada, sin detenernos a pensar.

Por eso, más que nunca, urge buscar, leer, debatir con argumentos. Comprender qué es una dictadura y qué es una democracia. Entender por qué la división de poderes no es un obstáculo, sino una garantía. Recordar que los dictadores no “ordenan” países: los quiebran, los empobrecen y los llenan de miedo.

Ojalá que, en lugar de encontrarnos con frases tan repugnantemente idiotas como “amo a los dictadores”, estuviéramos diciendo “amo la democracia.” Esa democracia imperfecta que, con todos sus errores y tensiones, nos ha permitido ser un referente mundial.

Esa democracia que, paradójicamente, permite que incluso los imbéciles puedan decir, sin consecuencias, que aman a los dictadores.

Y tal vez ahí esté la advertencia más clara —y más incómoda— de todas.

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