Costa Rica camina hacia las elecciones de 2026 con una paradoja inquietante: nunca hubo tanta desconfianza en la política y, al mismo tiempo, nunca fue tan decisivo cometer pocos errores. Basta escuchar cualquier conversación en una fila del banco, en un bus rumbo a San José o en la mesa familiar de un domingo para notarlo: la gente no discute ideologías, discute cansancio. No estamos ante una contienda clásica de programas, sino frente a una disputa por el estado de ánimo del país. Y en ese terreno, el oficialismo todavía juega con ventaja.
El fenómeno Rodrigo Chaves alteró las reglas no porque haya construido un partido sólido ni una doctrina coherente, sino porque logró una relación emocional con un electorado cansado, irritado y profundamente desconfiado de las élites políticas. Ese capital no desaparece solo porque Chaves no pueda reelegirse. Se transforma, se dispersa o se hereda. Ahí entra en escena Laura Fernández, con una misión tan delicada como peligrosa: continuar una lógica política sin el carisma de quien la fundó.
Fernández no necesita convencer a la mayoría del país. Le basta con mantener cohesionada una parte del voto chavista duro y pasar a segunda ronda. Ese electorado no es programático ni institucionalista: es identitario. Vota más contra alguien que a favor de algo. Por eso, cualquier intento del oficialismo de “normalizarse” o vestirse de moderación puede resultar contraproducente. Su incentivo real no es calmar, sino polarizar lo suficiente para sobrevivir.
En ese contexto, la oposición enfrenta un dilema más profundo de lo que suele admitir. Álvaro Ramos, desde el PLN, representa la opción más competitiva en términos numéricos y organizativos. El PLN sigue siendo el único partido con músculo territorial real, y eso importa más de lo que muchos quieren reconocer. Pero ese mismo músculo arrastra cicatrices que el partido insiste en maquillar. El problema del PLN no es solo su pasado; es su dificultad para admitir qué parte de ese pasado aún sigue viva.
Ramos puede ser técnicamente solvente, serio y preparado. Lo que no puede —ni debería intentar— es fingir que la memoria colectiva se borra con buenos discursos. El gran error estratégico sería apostar a que el desgaste del oficialismo hará el trabajo sucio. En un país emocionalmente crispado, la moderación no se vende sola. La promesa de estabilidad suena hueca cuando la inseguridad avanza, el costo de la vida aprieta y el futuro se siente opaco. Si el PLN quiere ganar, debe dejar de pedir perdón en voz baja y explicar, sin rodeos, qué cambió, quiénes ya no mandan y por qué esta vez debería creérsele.
Claudia Dobles juega una partida distinta y, en algunos sentidos, más cuesta arriba. Su candidatura, apoyada en una coalición con un partido pequeño, busca explícitamente reiniciar el relato del progresismo tras un gobierno que dejó heridas abiertas. Su problema no es de ideas, sino de memoria. Muchos votantes aún asocian ese ciclo político con frustración, lentitud y desconexión. La coalición puede suavizar la imagen, pero no borra emociones acumuladas.
Dobles solo crecerá si logra conjugar su eje temático de políticas sociales, ambiente, derechos humanos, entre otros, con las prioridades actuales del electorado como son la inseguridad y la economía cotidiana. No lo ha hecho mal, pero parece ser insuficiente.
Ariel Robles, por su parte, encarna la coherencia ideológica del Frente Amplio. Tiene claridad discursiva y consistencia, dos virtudes escasas en la política costarricense. Pero también enfrenta el límite histórico de la izquierda: dice cosas que muchos saben que son ciertas, pero pocos están dispuestos a votar cuando tienen miedo. En una elección dominada por emociones primarias, el análisis estructural suele perder frente a la promesa, incluso ilusoria, de orden inmediato.
Hasta aquí, el panorama podria favorecer al oficialismo por simple aritmética de errores ajenos. Y ahí está el punto central: la oposición puede perder esta elección sino trabajan estratégicamente de manera correcta. El mayor regalo que pueden hacerle a Laura Fernández no es su fortaleza, sino la fragmentación opositora.
Si Ramos, Dobles y Robles se dedican a disputarse el electorado anti-Chaves como si el adversario principal estuviera en la acera de enfrente, el resultado es previsible: el oficialismo gana en primera ronda o pasa a segunda ronda y se enfrenta a un rival debilitado, resentido y sin relato común.
La estrategia opositora debería ser brutalmente simple, aunque políticamente incómoda. Primero, dejar de tratarse como enemigos mortales en primera ronda. Segundo, concentrar la crítica en el oficialismo y su legado, además del peligro para la democracia de su continuidad. Tercero, asumir desde ya que habrá segunda ronda y no dinamitar los puentes antes de cruzarlos. No se trata de una coalición formal, sino de una tregua estratégica. Puede que suene poco épico, pero la épica no gana elecciones.
El desenlace más probable hoy es una segunda ronda entre Laura Fernández y Álvaro Ramos. Allí, la elección se reducirá a una pregunta incómoda: ¿prefiere Costa Rica prolongar la confrontación permanente sin logros concretos a una democrática reempoderada por la consciencia de sus vicisitudes pasadas, dispuesta a construir resultados sostenibles en el tiempo?
En política no siempre gana quien tiene mejores ideas, sino quien entiende mejor el clima. Y el clima actual no premia la pureza, ni los egos, ni las guerras internas. Premia a quien logre canalizar el cansancio sin convertirlo otra vez en rabia. Si la oposición no entiende eso, puede volver a perder incluso teniendo razón. Y Costa Rica no puede volver a cometer ese error, sino quiere coquetear más con el autoritarismo o una dictadura precoz.
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