¿Alcanza el debate público para gobernar un sistema tan complejo como el educativo? En educación, las decisiones no muestran sus efectos de inmediato: se acumulan con el tiempo, en los procesos, en las aulas y en las personas. Por eso, cuando se discute educación en un contexto electoral, no basta con escuchar promesas ni debatir cifras. Importa cómo se concibe el financiamiento, qué lugar se da a la continuidad de las decisiones educativas y qué tan conscientes son quienes deciden de las debilidades reales del sistema antes de proponer nuevas «promesas».
Desde esta mirada, cobró especial sentido el debate presidencial sobre educación realizado el pasado jueves 11 de diciembre en el auditorio de CONARE, organizado por Colypro. El lugar y la convocatoria no fueron casuales: remiten al compromiso histórico del país con la educación pública. En ese marco, las palabras de la decana del CIDE, Érika Vásquez, orientaron el sentido del encuentro al recordar que nos convocaba «un tema que no admite indiferencia: la educación como columna vertebral del desarrollo humano, la equidad y la democracia». Añadió que cada decisión en educación deja una marca profunda en la vida nacional, incluso cuando sus efectos no se ven de inmediato.
En esa misma línea, Graciela Herrera, coordinadora del debate y miembro de la Junta Directiva de Colypro, subrayó una idea clave: «educar nunca ha sido un acto neutral. La escuela es un espacio político —no en un sentido partidario, sino profundamente humano— donde se define qué mundo se nombra, qué historias se cuentan y qué desigualdades se cuestionan». Desde esta perspectiva, resulta inevitable preguntarse no solo cuánto se invierte en educación, sino qué decisiones se toman —y cuáles se omiten— cuando se habla de política educativa.
El rector de la Universidad Nacional, Jorge Herrera, cerró el debate señalando que la educación no puede abordarse con improvisación ni con una mirada de corto plazo. Insistió en comprenderla como una política de Estado, sostenida en el tiempo, cuyos efectos no se miden en meses, sino en generaciones.
¿Tiene sentido discutir cifras sin discutir continuidad, evaluación y consolidación de lo ya construido? Para una de las candidatas, destinar a la educación el 8 % del PIB, como lo establece la Constitución Política, implicaría cerrar ministerios y aun así no alcanzar, por lo que no sería una propuesta «realista». Más allá del impacto inmediato de la frase, esta postura revela una manera específica de concebir la educación pública: como un gasto que compite con otros sectores y no como una inversión estratégica para el desarrollo del país.
Aun aceptando el argumento presupuestario, el problema educativo no puede leerse únicamente en términos numéricos. La discusión de fondo debería centrarse en la sostenibilidad de las decisiones educativas y en la capacidad del Estado para consolidar lo ya construido. Costa Rica ha destinado recursos importantes a procesos de reforma curricular, estudios técnicos y rediseño de programas; sin embargo, no todos los procesos lograron sostenerse ni evaluarse oportunamente. Cuando esto ocurre, el costo no es solo económico, sino también pedagógico y social.
Esta práctica de cambios constantes, a menudo improvisados y acríticos, afecta directamente el trabajo de quienes enseñan y la experiencia educativa de quienes aprenden, en abierta contradicción con las reiteradas promesas de dignificar la educación.
¿Qué ocurre cuando las decisiones educativas se toman de espaldas a cómo aprende el ser humano? Sabemos que aprender requiere tiempo, práctica y oportunidades reales para consolidar lo aprendido. Cuando ciertos aprendizajes se automatizan, se libera espacio mental para comprender mejor, pensar con mayor profundidad y enfrentar tareas más complejas. Aprender implica tiempo y consolidación: ambas dimensiones son inseparables. Sin embargo, las políticas educativas suelen concentrarse en el anuncio de cambios más que en sostener los procesos que hacen posible el aprendizaje.
Las pruebas estandarizadas ofrecen datos comparables y fáciles de comunicar, sí, pero no siempre permiten comprender los procesos de aprendizaje ni las capacidades que se sostienen en el tiempo. Exigir el mismo rendimiento como si todos partieran de las mismas condiciones no solo resulta injusto, sino poco realista desde el punto de vista del aprendizaje.
Las condiciones de vida sí importan para aprender. Hablar de «habilidades blandas», otro de los temas puestos sobre la mesa del debate, sin comprender su base en el neurodesarrollo y en el contexto en que se vive es exigir resultados que el propio sistema no ha ayudado a construir. Vivir en carencia, en estrés constante o en exclusión social añade una carga cognitiva que actúa como una barrera invisible. El cerebro, sometido a estrés crónico, redirige buena parte de su energía a regularse y sobrevivir, lo que limita la posibilidad de concentrarse, planificar y sostener el estudio.
El cerebro aprende a partir de redes de conexiones entre neuronas. Puede pensarse como un sistema de caminos que se van trazando y fortaleciendo con la experiencia, la práctica y la repetición significativa. Cuando existen condiciones de seguridad, acompañamiento y tiempo suficiente, esos caminos se consolidan y la información circula con mayor fluidez. Pensar, concentrarse, planificar, comprender y razonar se vuelven más viables. En contextos de estrés crónico, en cambio, muchas de estas conexiones no logran estabilizarse: el cerebro prioriza la autorregulación y la supervivencia, lo que limita el acceso a procesos cognitivos más complejos.
La autorregulación —capacidad clave para postergar recompensas, sostener la atención y aprender— depende de estas condiciones. Cuando no se desarrollan, el rendimiento esperado se vuelve una exigencia desconectada de la realidad.
En síntesis, se habla insistentemente de «aprendizajes esperados» sin garantizar siempre las condiciones necesarias para los «aprendizajes pedagógicamente posibles».
Se repite una fórmula que en algún momento sirvió: se ofrecen ríos donde no hay puentes y escuelas donde ya no hay niños. Algo similar ocurre cuando se insiste en fortalecer otros idiomas sin atender las debilidades estructurales en la lengua materna. El Décimo Informe del Estado de la Educación (2025) da cuenta de una prueba diagnóstica de comprensión lectora aplicada por la Universidad Nacional a estudiantes de primer ingreso: ninguno alcanzó un nivel avanzado y solo alrededor de un 10% se ubicó en un nivel satisfactorio, mientras la mayoría presentó desempeños básicos o deficientes, equivalentes en muchos casos a niveles propios de la secundaria. Estos vacíos no se resuelven con nuevas promesas si antes no se comprenden y atienden sus causas.
Y como lo que el sistema produce termina regresando a él, una de las manifestaciones de estas dificultades es la falta de autorregulación. Sin una base de lectura inferencial, el estudiante adopta una postura defensiva y enfrenta la exigencia académica como amenaza más que como desafío; en esas condiciones, abordar la complejidad resulta especialmente difícil.
El estudiantado de la carrera de Educación debe comprender que se compromete con una profesión basada en el conocimiento. La lectura, el estudio constante, la actualización permanente y el disfrute genuino por el trabajo con niños y niñas no son opcionales: son condiciones básicas del ejercicio docente. Cuando estos elementos no están presentes, conviene preguntarse con honestidad si esta es la carrera adecuada, porque los niños y las niñas de este país merecen a las personas mejor formadas: con capacidad de dar y recibir afecto, de pedir ayuda, de ofrecerla y de acompañar y sostener procesos. La docencia es, ante todo, una profesión de servicio.
En la universidad, estas dificultades se hacen visibles. No es raro que la exigencia académica se confunda con desvalorización o que la firmeza pedagógica se perciba como exceso. El resultado es un desfase entre lo que se espera del futuro docente y lo que el sistema realmente ayudó a construir a lo largo de su proceso formativo.
En mi experiencia profesional, he tenido la oportunidad de acompañar a docentes y otros profesionales comprometidos que no contaban con una formación suficiente en áreas clave de la formación inicial —entre ellas la lectoescritura y otros fundamentos pedagógicos—. Esta situación no habla de fallas individuales, sino de vacíos estructurales en la formación docente. Al mismo tiempo, he dedicado buena parte de mi tiempo a procesos de actualización permanente. Sin embargo, tengo claro que ningún manual reemplaza el aprendizaje que se construye en el encuentro con cada niño o niña, porque son ellos y ellas quienes, en la práctica efectiva, nos muestran si lo que hemos aprendido realmente sirve. El maestro enseña con lo que sabe.
La educación de calidad no surge de la improvisación ni de la repetición de frases hechas. Surge del diálogo entre la teoría y la práctica, cuando las decisiones se sostienen en el tiempo y cuando quienes gobiernan el sistema comprenden aquello que buscan transformar. Al Ministerio de Educación no se puede llegar a improvisar con la idea de aprender en el camino. Cargos como este —y otros de responsabilidad pública— no pueden concebirse como parcelas personales, sino como encargos que exigen competencia, visión y responsabilidad ética. La educación no admite improvisaciones ni nombramientos guiados por amiguismos o afinidades políticas.
Existe en Costa Rica una manera bastante arraigada de relacionarse con los cargos públicos que lleva a celebrarlos como logros personales. Es común escuchar frases de orgullo, tanto de familiares y amigos como de la propia persona que asume el puesto: «qué orgullo», «un honor», «un sueño cumplido», «un gran logro». Se festejan los nombramientos, se multiplican las fotografías y los posteos. Sin embargo, un puesto de decisión de tal envergadura no debería convocar a la celebración del cargo, sino a la conciencia de la responsabilidad que se ha asumido.
Alain de Botton ha explicado que, en los Estados igualitarios, donde todas las personas tienen los mismos derechos, a veces se produce una confusión: se pasa de defender esa igualdad a asumir que todos somos iguales y sabemos lo mismo. Reconocer diferencias de formación o de conocimiento se vive entonces como una amenaza y no como una oportunidad para aprender y crecer. En ese contexto, las posiciones de poder pueden convertirse en una fuente de validación personal: el cargo termina confundiéndose con la valía.
Eso explicaría, en parte, que, en la vida pública, se ponga el énfasis en el puesto en sí y se deje en segundo plano lo que de verdad importa: que se cumpla lo que se promete.
Este mismo enfoque tiene otro efecto no menos importante, aunque menos visible: la dificultad para reconocer la autoridad que nace del conocimiento y no del estatus. En contextos educativos, incluso universitarios, no es extraño que el reconocimiento del trabajo bien hecho se interprete como favoritismo, o que la exigencia académica se lea como trato desigual más que como parte del proceso formativo.
Algo similar plantea el costarricense Enrique Margery en Las trenzas de Anita (2011): una solidaridad mal entendida puede derivar en igualitarismo, una forma de pensar que incomoda a quien se esfuerza y prefiere que nadie sobresalga. En ese marco, reconocer el mérito o el trabajo bien hecho genera resistencia, porque se confunde la equidad con tratar a todos exactamente igual, aun cuando los esfuerzos y los resultados no lo sean.
Este mismo patrón cultural se manifiesta en prácticas concretas: el choteo, la serruchada de piso y, en el debate público, la dificultad para sostener argumentos, donde la ironía suele reemplazar la discusión de fondo.
Ese mismo fenómeno no aparece de pronto en la vida pública: se aprende. También en la escuela, muchas veces sin darnos cuenta, se enseñan los aplausos a todo, incluso cuando no hay contenido que los justifique. Se aprende a acompañar con complicidad, a celebrar el gesto o la frase ingeniosa, del mismo modo en que luego, en los debates, se respaldan expresiones que no dignifican, sino que responden a adhesiones momentáneas y convenientes.
Esa misma forma de entender las cosas se traslada al debate público. Allí, la dificultad para reconocer la diferencia, el conocimiento o la complejidad se expresa en discursos que oscilan entre lo aparentemente serio y lo caricaturesco, recurriendo a recursos retóricos que generan impacto momentáneo, pero poco aportan a la comprensión de problemas complejos como los educativos. Cuando la ironía sustituye al análisis, el debate se empobrece y las decisiones también.
Desde esta mirada, lo que ocurre en educación no es obra de la individualidad. Es el resultado de modelos, decisiones acumuladas, políticas sostenidas —o interrumpidas— y de condiciones que se construyen con el tiempo. Que la educación haya sido puesta sobre la mesa en el debate público es valioso; sin embargo, la forma en que fue abordada dejó en evidencia una discusión que no alcanzó la complejidad de los problemas planteados.
Un liderazgo político serio sabe que no basta con asignar recursos; esos recursos deben convertirse en acciones concretas que mejoren el aprendizaje y las condiciones de vida del país.
Como recordaba Gabriela Mistral, las niñas, los niños y los adolescentes no pueden —ni deben— esperar. Hoy se forma su sistema nervioso, su sangre, sus huesos... Mañana es tarde.
Ahora, sin formación ética, el voto no educa; sin respeto, el debate deja de servir para decidir y solo sirve para confrontar. Cada vez más, el intercambio público deja ver más descalificación que argumento y más espectáculo que deliberación; de ese modo, deja de formar criterio.
El filósofo Byung-Chul Han, retomando a Alexis de Tocqueville, ha recordado que la democracia no se sostiene únicamente en el voto. Se sostiene, sobre todo, en las moeurs: virtudes cívicas que hacen posible la vida en común, como el respeto, la responsabilidad, la confianza, el civismo y la amistad social.
Cuando esas virtudes dejan de cultivarse, el voto queda reducido a una formalidad. Lejos de fortalecer el criterio ciudadano, el debate se vuelve tierra fértil para la indecisión. La política se reduce entonces a la lucha por el poder y el intercambio público se degrada en ironía y agresión.
En este contexto, conviene tomar en serio la advertencia de Han: el solo voto no basta para sostener una democracia. Cuando faltan virtudes cívicas, las elecciones se vacían de sentido y el debate público deja de formar. Sin ese piso ético, no se debilita solo la discusión, sino la posibilidad misma de gobernar pensando en el bien común.
Gobernar Costa Rica exige algo más que el amor al poder. Exige amar al país tanto como a uno mismo y al prójimo, y tener la voluntad política de poner el bien común por encima de los intereses personales, renunciando al narcisismo que empobrece la vida pública.
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