Costa Rica está perdiendo algo más que la paciencia. Está perdiendo la forma de hablarse. Y cuando un país pierde la palabra, pierde también la capacidad de decidir su destino.
Durante décadas, la conversación pública costarricense se sostuvo en un principio sencillo pero poderoso: la decencia. Podíamos debatir con firmeza, discrepar sin miedo y, aun así, reconocernos como parte de un mismo país. La palabra tenía dignidad. La política tenía sentido. Hoy ese pacto está en riesgo.
La conversación pública se ha degradado hasta convertirse en una guerra de insultos. Las redes sociales se han llenado de trincheras donde se repiten tres o cuatro adjetivos hirientes que sustituyen la argumentación. La emoción reemplazó al juicio. El espectáculo reemplazó al pensamiento. Y esa degradación no fue un accidente. Fue una estrategia.
Se descubrió que la rabia moviliza más que las ideas, que el insulto circula más rápido que la argumentación y que dividir rinde más réditos —electorales y digitales— que construir. Desde entonces, parte de la clase política dejó de hablarle a la razón del ciudadano y comenzó a hablarle a su enojo. Cuando la política renuncia a la razón, la democracia se empieza a vaciar.
La campaña permanente del desprecio ha tenido efectos claros: candidatos que se sienten más fuertes cuanto más humillan, partidos que creen que ganar es destruir al oponente y una ciudadanía entrenada para reaccionar, no para pensar. Hoy no se compite por quién tiene mejores ideas, sino por quién viraliza mejor su agresividad.
Ese es el verdadero empobrecimiento de la política costarricense: la inteligencia colectiva está siendo reemplazada por el espectáculo.
Por eso preocupa que la candidata oficialista, hoy al frente de las encuestas, haya retomado —y validado— la expresión “no me tiro al piso a pelear con cerdos”, que ella misma relató haber escuchado de un periodista. El origen de la frase no la hace menos problemática. Lo relevante es la decisión de adoptarla como criterio para relacionarse con quienes la cuestionan. En democracia, la crítica pública se responde con argumentos, no con metáforas que reducen al otro a algo indigno de diálogo. Cuando se normaliza el desprecio, la conversación democrática se erosiona y el país pierde su capacidad de escucharse.
La gravedad no está solo en la frase, sino en lo que revela: la idea de que no todos los ciudadanos merecen ser escuchados; que hay voces que no valen, personas que no cuentan. Esa lógica no construye liderazgo. Construye soberbia. Y cuando la soberbia toma la palabra, la democracia pierde el piso.
En medio de ese clima, los gestos de decencia importan. Por eso, la fotografía entre los candidatos presidenciales Ana Virginia Calzada y José Aguilar fue tan significativa. No eran aliados políticos ni tenían la obligación de coincidir. Simplemente se reconocieron como adversarios, no como enemigos. Ese gesto recordó algo que parece olvidado: la política se construye con la dignidad del encuentro, no con la eficacia del ataque.
Entramos al año que definirá nuestra próxima elección presidencial. Pero lo que está en disputa no es solamente quién gobernará. Lo que está en disputa es cómo conversaremos como sociedad.
Costa Rica no solo es un país: es una manera de estar juntos.
Crecimos aprendiendo que las diferencias se conversan, que las discusiones se dan mirando a los ojos, que la palabra vale, que la dignidad del otro importa, aunque pensemos distinto. Esa cultura es, quizás, nuestro bien más preciado. Costa Rica se hizo hablando. Y se puede deshacer callando o insultando.
La democracia no se muere de un día para otro. La democracia se muere cuando la decencia deja de importar. Y hoy estamos viendo cómo la decencia se está volviendo excepción, no costumbre.
Todavía estamos a tiempo. Pero no nos engañemos: el tiempo no es infinito.
Si normalizamos el desprecio como método, la humillación como estrategia y la burla como argumento, no solo perderemos el debate. Perderemos el país. Porque sin decencia, no hay democracia. Pero con ella, todavía hay futuro. Todavía hay nosotros. Todavía hay país.
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