Costa Rica se aproxima a las elecciones presidenciales de 2026 con una saturación política sin precedentes: veinte partidos nacionales y cinco provinciales buscan un espacio en la papeleta. Lo que podría interpretarse como pluralismo, refleja más bien una crisis de representatividad. La multiplicación de partidos no simboliza diversidad ideológica, sino un sistema político atomizado y desideologizado.

Disolución del bipartidismo. Desde el 1998 con la disolución del bipartidismo, la política costarricense transita un proceso de descomposición institucional que se profundiza cada cuatro años. El 70% de los partidos que participarán en 2026 carecen de experiencia electoral y de estructura territorial. La política se ha vuelto efímera, sostenida por liderazgos personalistas y plataformas improvisadas que desaparecen tras la derrota. Este fenómeno revela un vacío de pensamiento programático: los partidos ya no articulan ideas de Estado, sino campañas de supervivencia.

Exposición de defectos ajenos antes que en la formulación de soluciones. La política se ha reducido a un ejercicio de descrédito mutuo, donde gana quien logra desacreditar mejor, no quien propone con seriedad. La frase de Luis Fishman en la campaña de 2010 —“El menos malo”— dejó de ser ironía para convertirse en la premisa del discurso electoral contemporáneo.

En 2022, el abstencionismo alcanzó un 40,65% en la primera vuelta y 42,67% en la segunda, el registro más alto en más de seis décadas. Los niveles de participación son menores en Puntarenas, Limón y Guanacaste, donde más de la mitad de los electores no acudieron a votar. No se trata de apatía, sino de desconfianza estructural: la población ha dejado de creer en la utilidad del sufragio cuando las promesas se disuelven entre escándalos y disputas.

El financiamiento electoral sigue siendo el talón de Aquiles del sistema. Las campañas se sostienen en bonos de deuda política y cesiones de derechos que abren espacio a la especulación. El caso del PAC, condenado por estafa al Estado en 2010, evidenció la fragilidad de los controles. A ello se suman las investigaciones contra el PPSD, hoy en sede fiscal, por estructuras paralelas de fideicomisos, y los cuestionamientos al PLN por triangulación de donaciones.

La clase política se asocia con privilegio y no con servicio. El Tribunal Supremo de Elecciones cumple un papel técnico valioso, pero su control es posterior, no preventivo. Las sanciones llegan tarde, cuando la confianza pública ya se ha erosionado. El resultado es un modelo que premia el riesgo financiero y castiga la transparencia.

La consecuencia directa es la normalización de la segunda ronda electoral. En 2022, ningún candidato superó el 30% de los votos válidos; Rodrigo Chaves ganó en balotaje con poco más del 52%, cifra que representó menos de la mitad del padrón total. La fragmentación impide mayorías sólidas y debilita la gobernabilidad. Cada administración nace en minoría, condicionada a la negociación parlamentaria y a la volatilidad de una opinión pública impaciente.

Los debates presidenciales, lejos de revertir la desinformación, la amplifican. Con más de veinte aspirantes, los espacios televisivos se transforman en espectáculos de confrontación. El formato favorece el golpe de efecto sobre la profundidad: las ideas se sustituyen por frases ensayadas, y la cobertura mediática privilegia la polémica más viral. Así, el ejercicio democrático pierde su sentido pedagógico y se convierte en entretenimiento político.

A ello se suma el deterioro ético en la función pública. Los recientes casos de corrupción — investigaciones en el OIJ, el Poder Judicial, el proceso de extradición del exmagistrado Gamboa y la causa penal contra el presidente Chaves por presunto financiamiento irregular y uso indebido de fondos del BCIE— confirman que la honestidad se ha vuelto una excepción institucional. Estas prácticas minan la legitimidad del Estado y proyectan una sombra sobre toda la clase política.

Costa Rica, orgullo histórico de estabilidad democrática, enfrenta hoy una crisis de legitimidad más que de legalidad. Las instituciones permanecen, pero la fe ciudadana en ellas se desvanece. La política ha perdido su vocación pública para convertirse en un mercado de imagen, donde triunfa quien aparenta ser “menos malo”. Recuperar el sentido ético del liderazgo costarricense exige reformar el financiamiento electoral, profesionalizar la política y devolverle al ciudadano la certeza de que votar aún puede transformar. La democracia costarricense no se extingue, pero sobrevive conectada a respiración artificial; su cuerpo institucional resiste, aunque su espíritu (herido por la corrupción y el desencanto) clama por ser rescatado.

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