La encuesta del Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP) de la Universidad de Costa Rica, publicada el 22 de octubre del 2025, confirma una terrible premonición: más de la mitad de las personas indecisas. Entre quienes afirman que sí votarán en febrero, el 55% aún no define su opción presidencial, y en la papeleta legislativa la cifra sube al 60%. El estudio realizado entre el 6 y el 15 de octubre, con 1.333 entrevistas por teléfono celular y un margen de error de ±2,7 puntos, también muestra que solo el 19 % simpatiza con algún partido. La indecisión se concentra especialmente en mujeres, jóvenes y personas con secundaria o menos escolaridad, y aunque la mayoría considera “importante votar”, no encuentra propuestas que le inspiren confianza.

Este no es un signo de apatía, sino de desconexión profunda entre la ciudadanía y los partidos políticos. Los partidos parecen haber perdido la capacidad de hablar con su electorado. Siguen enfrascados en sus propios guetos, con estructuras cerradas, dueños visibles e inercias que expulsan el disenso y la creatividad. La política repite los mismos rostros, los mismos lemas, los mismos vicios de siempre. En lugar de renovarse, se atrinchera en sus propios vicios. Falta imaginación, autenticidad y sentido histórico. Y eso el electorado joven lo percibe: no quiere sermones ni demagogia, quiere propuestas concretas y coherentes. Quieren participar en la toma de decisiones, ser voz protagónica, pero los partidos están cerrados a la participación, le temen al cambio, a enfrentarse a sus propias realidades; quieren personas domesticadas como electorado, que no cuestione ni disienta con sus propuestas. Cuando la mitad de un país no sabe por quién votar, el problema no está en el votante, sino en la oferta.

Los partidos se acostumbraron a administrarse a sí mismos, no a representar. Se convirtieron en marcas familiares más que en proyectos nacionales. Su discurso envejeció. Mientras tanto, la sociedad cambió: los jóvenes se informan en redes, las mujeres son mayoría en la población económicamente activa, la pobreza se diversificó, la inseguridad es multidimensional y la desconfianza en la política crece.

Por eso, el principal riesgo para nuestra democracia es la abstención, que puede socavar la legitimidad de origen del próximo gobierno. Un segundo riesgo es el vaciamiento del debate público: en ausencia de ideas atractivas, la contienda puede degradarse en marketing, miedo y desinformación que aumente el desencanto. Y el tercero es el populismo oportunista, que florece donde el desencanto sustituye la convicción. En ese terreno fértil del hastío es donde surgen las promesas tentadoras, el autoritarismo disfrazado de cambio y las soluciones sin sustento.

Sin embargo, la encuesta también deja un horizonte abierto. Con un 55% de votantes sin decidir, existe una posibilidad histórica de renovación. Hay espacio para liderazgos nuevos, para proyectos que hablen con empatía y conocimiento, que se atrevan a conectar con las realidades locales, la precariedad cotidiana, la seguridad, el costo de vida y el derecho a una vida digna. El dato del CIEP indica que siete de cada diez personas prefieren alinear ambas papeletas, señal de que buscan coherencia, no fragmentación. Quien entienda ese mensaje y lo traduzca en un relato de gobernabilidad responsable podría reconstruir el puente entre la política y la gente.

La encuesta de octubre no muestra un país indiferente, sino un país expectante. El problema no es que la ciudadanía haya dejado de creer en la democracia, sino que la política dejó de creer en la ciudadanía. Mientras los partidos se miren el ombligo, seguirán hablando solos. Pero sí alguien decide mirar hacia afuera, al país que madruga por una cita en el Ebais, que estudia en medio de carencias y dificultades, que sobrevive con una pensión mínima, que lucha contra el hambre, la inseguridad, la violencia, la deserción estudiantil, el transporte público deficiente, entre muchos otros problemas; todavía habría tiempo para que la democracia vuelva a inspirar el verdadero cambio.

El voto que nadie conquista no está perdido: está esperando razones para volver a creer.

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