En agosto pasado, la Policía Municipal de Montes de Oca sancionó con ₡1.500.000 a una clínica estética por el manejo irresponsable de jeringas usadas; en caso de reincidir, podría ser suspendida su licencia comercial y verse expuesta también a una acusación penal. Este es un hecho que nos recuerda que los residuos peligrosos no sólo se generan en la gran industria o en los hospitales, son parte de nuestra vida cotidiana. Están en los tratamientos estéticos, en los medicamentos descartados, en el aceite y las baterías de los carros, en los talleres de barrio, en las pinturas y solventes que usamos en casa.
El problema aparece cuando se disponen como si fueran desechos comunes. Una batería abandonada en un lote baldío libera plomo y ácido sulfúrico que se filtran al suelo, contaminan aguas subterráneas y hacen improductivas las tierras. El aceite del carro, al verterse en alcantarillas, alcanza ríos y quebradas, comprometiendo el agua potable. Los envases con restos de pintura, al botarse en la bolsa negra, liberan químicos que permanecen por años en el ambiente y hacen más peligrosos los desechos con los que se mezclan. Los medicamentos en la basura generan resistencia antimicrobiana que hace cada vez menos efectivos los antibióticos más potentes, sin mencionar que alteran irremediablemente los ecosistemas.
Además, quienes recogen la basura suelen ser los primeros en enfrentar el riesgo: pinchazos con jeringas infecciosas mal dispuestas o contacto con químicos que nunca debieron terminar en la basura regular.
Las consecuencias son claras: conversión de residuos ordinarios en peligrosos al mezclarse, contaminación de fuentes de agua, suelos dañados y un pasivo ambiental que crece con cada residuo mal manejado. Tarde o temprano, estos errores alcanzan a las comunidades en forma de enfermedades, escasez y pérdida de calidad de vida.
La Ley 8839 contempla sanciones fuertes: multas millonarias, responsabilidad civil por los daños e incluso penas de cárcel para infracciones gravísimas. Pero más allá de la normativa, lo fundamental es entender que este es un problema de responsabilidad compartida.
Hoy, muchos municipios ni siquiera cuentan con sitios adecuados para disponer sus residuos ordinarios, menos aún con celdas de seguridad para aislar eventuales residuos peligrosos que puedan llegar por error mezclados con los desechos comunes. Esa carencia multiplica el riesgo cuando el sistema falla.
Por eso la solución no recae en un solo actor. Al Estado le corresponde educar a la población sobre el manejo correcto de los desechos y, al mismo tiempo, fiscalizar con firmeza a los generadores. Las empresas están obligadas a respetar los protocolos y asumir la gestión de sus residuos peligrosos con responsabilidad, inclusive a nivel de postconsumo. A la ciudadanía le toca involucrarse de manera más activa, vigilando y corrigiendo en lo individual. Porque la verdad es simple: si no preguntamos qué hacen con el aceite usado en los talleres, si no nos aseguramos que los servicios de salud entreguen sus jeringas a gestores autorizados o si seguimos botando pinturas o medicamentos en la basura común, el problema nunca se resolverá.
Los residuos peligrosos están en nuestra vida diaria y, mal gestionados, son una amenaza inmediata para el agua que bebemos, la tierra que cultivamos y la salud de nuestras familias. Recordarlo y actuar en consecuencia no es un gesto heroico: es simplemente asumir la responsabilidad que nos corresponde.
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