Hoy no se enfrentan democracia y comunismo. Ni liberalismo y socialismo democráticos. Hoy el identitarismo tribal (en EE.UU. llamado woke) y el absolutismo cultural (en EE.UU. denominado post liberalismo) son los extremismos que oprimen a los movimientos políticos de centro izquierda, centro y centro derecha.
La Revolución Industrial, el Parlamentarismo Inglés, la Independencia de los Estados Unidos, el Enciclopedismo y la Revolución Francesa dieron origen a la llamada edad contemporánea gracias a los hasta entonces inimaginables aumentos en la productividad y al renacer de la democracia.
Se causó enorme sufrimiento en sus orígenes, por la explotación laboral generada por la falta de solidaridad y derechos humanos, que fueron posibles en razón de una democracia excluyente y de la explosión demográfica permitida por el incremento en la productividad.
Luego con mercados cada vez más competitivos, con la globalización, apertura al comercio internacional, democracias más inclusivas, estados de derecho más consolidados y defensa internacional de los derechos humanos disminuyó muy aceleradamente la pobreza y se alcanzaron niveles de bienestar generalizados mayores a los de las clases privilegiadas de épocas anteriores.
Las justas ambiciones éticas y políticas reflejadas en el lema de la Revolución Francesa: “Libertad, Igualdad, Fraternidad” dieron origen en occidente desde el siglo XIX al enfrentamiento entre los movimientos liberal y socialista que enfrentaban la prioridad absoluta de libertad y de igualdad respectivamente.
En el siglo XX sufrimos los extremismos del fascismo y del comunismo con un horrendo costo de vidas humanas, y después de la Segunda Guerra Mundial el enfrentamiento entre las democracias y el comunismo durante la Guerra Fría.
A pesar de que en este último período se aceleró de nuevo el progreso material de la humanidad en forma difícil de haber podido prever, el final de la Guerra Fría no resultó en la convergencia de visiones políticas que muchos esperamos.
Más bien las deficiencias de nuestras realidades históricas, el aumento de la desigualdad, las reacciones contra las discriminaciones por un lado y contra los cambios culturales por otra parte, las nuevas formas de interacción social y las profundas transformaciones que el cambio de época actual conlleva crearon movimientos opuestos pero iguales en su extremismo: el identitarismo tribal y el absolutismo cultural.
Hace unos cuatro meses en esta columna me referí a este tema con mi artículo “Woke y anti-woke. Progres y retrogrados”.
Hoy retomo el tema aprovechando la brillante conferencia “Cultura Woke y Post Liberalismo: La respuesta de la Doctrina Social de la Iglesia” del cardenal Christophe Pierre Nuncio Apostólico en Estados Unidos dictada en el X Diplomado Internacional de la Academia de Líderes Católicos.
El identarismo tribal adecuadamente se enfrenta a la herencia de la esclavitud, al racismo, a la discriminación por nacionalidad o religión, al machismo, a la discriminación por preferencias sexuales y a otras exclusiones sociales a grupos minoritarios.
Pero lo hace tratando de imponer su visión y ahogando otras voces. Y por su esencia identitaria corre el riesgo de reducir la riqueza de la persona a un solo rasgo: raza, religión, preferencia sexual, nacionalidad, clase.
Parte de un relativismo radical que impide una visión social aglutinadora pues convierte a la sociedad en un conjunto de tribus con derechos propios y excluyentes, incluso el género de cada uno se predica definido por su sola voluntad. También atenta contra la búsqueda respetuosa de la verdad a la que cambia por la verdad de cada uno. La visión objetiva de la verdad desaparece ante las verdades propias de cada tribu. Esos derechos identitarios fragmentan y antagonizan a las sociedades. Es un extremismo que no acepta la riqueza de la diversidad cultural porque absolutiza la identidad.
Con esas características rompe la igualdad de la ley y demerita las reglas básicas del moderno estado de derecho. Además, por la manera como descalifica otras visiones culturales, el identarismo tribal promueve la división antagónica de la sociedad en relación de enemistad en lugar de solidaridad.
Al relativismo del identarismo tribal se enfrenta otro extremismo, ahora centralista, el absolutismo cultural.
Frente al agnosticismo, al demérito de valores religiosos, tradicionales y comunitarios y al debilitamiento del espíritu de acción colectiva generados por el individualismo y el ánimo competitivo, el absolutismo cultural pretende imponer una única visión válida que defiende prácticas de grupos mayoritarios, las que se quiere imponer con la fuerza coercitiva del estado.
Se enfrenta a la desigualdad y a la concentración de riqueza en pocas manos, pero a menudo con sus acciones fortalece ese resultado. Reclama un deterioro ético de la sociedad por debilitamiento de sus tradiciones y un fracaso político por la fragmentación social que se produce por el ataque a las creencias del pueblo, al que define como el conjunto de personas que apoya la visión única que se pretende imponer.
Es un integracionismo unas veces basado en religión, otras en nacionalidad, o en clase social, que usualmente crea enemigos aparentes del pueblo y que, al igual que su extremismo antagónico, rompe con la institucionalidad de la democracia liberal, con su estado de derecho defensor de la igualdad de la ley y del respeto a las libertades fundamentales de cada persona y de sus organizaciones voluntarias. Al pretender imponer una cultura desde el estado en vez de contribuir a la integración de la sociedad por la aceptación de la diversidad, se promueve un autoritarismo que no es solución a la fragmentación. Pretender con la fuerza del Estado apagar la fragmentación acaba por fortalecer la dureza de los enfrentamientos.
Los absolutismos culturales pueden estar centrados en valores religiosos, raciales, nacionalistas o de clase y de conformidad con ello se realizan de maneras diferenciadas.
Pueden por ello ser de derecha (Bukele, Orbán, Trump) o de izquierda (Evo Morales, Chávez-Maduro, Ortega-Murillo) pero de igual manera llegan al poder por medios electorales y desde su ejercicio oprimen las libertades de prensa, amenazan o destruyen la independencia de los poderes del estado y la libertad de los jueces.
Las redes sociales lo mismo que el aumento en la incertidumbre y del desarraigo generados por las aceleradas y radicales transformaciones del cambio de época han favorecido el fortalecimiento de ambos extremismos contemporáneos.
Ambos extremismos señalan problemas reales de nuestra sociedad actual y la necesidad de atenderlos. El identarismo tribal pone de manifiesto graves heridas históricas de discriminación y abuso que ameritan solución. Los absolutismos culturales señalan el debilitamiento de la comunidad indispensable para la vida digna de la persona por su vocación a la comunión. En sus diversas versiones trata de rescatar la importancia de elementos que cohesionan a la sociedad por aspectos de religión, nacionalidad, tradición.
Pero, ambas corrientes son radicales y pecan por reducir a la persona bien a un aspecto identitario, o bien a un simple integrante de una comunidad. La dignidad de la persona, hija de Dios y por esa filiación hermana de todas y cada una de las otras personas, no es compatible ni con la radicalidad del tribalismo ni con la radicalidad del colectivismo.
Ambas visiones son extremistas, dejan de lado que la verdadera comunidad humana se fundamenta en la dignidad de cada persona, y excluyen el diálogo respetuoso con visiones diferentes que enriquecen a la sociedad.
Las personas y la sociedad no pueden ser indiferentes a la realidad de los problemas que ambos extremismos enfrentan. Los problemas de discriminación y de pérdida de valores sociales son reales y deben ser atendidos. Y atenderlos demanda cambios en nuestras naciones.
Pero son necesarias respuestas muy diferentes.
Reformas graduales a la institucionalidad que respeten la dignidad de cada persona y su vocación comunitaria. Respuestas que ni son mágicas ni son perfectas. Que requieren acuerdos y acciones consensuadas y prolongadas en el tiempo
El tipo de acciones que las propuestas de políticas moderadas han venido introduciendo en los últimos siglos con las cuales se ha ido construyendo la democracia liberal con su estado de derecho.
Acciones que pueden enfatizar la libertad (liberalismo democrático), la igualdad (socialismo democrático) o la tradición (conservadurismo democrático), pero que aceptan las reglas de la democracia electoral, del estado democrático y de la cultura tolerante y solidaria.
En mi concepción socialcristiana lo esencial que se requiere es el componente de la fraternidad, que se expresa en la comunidad como amistad social según la terminología del Papa Francisco. Fraternidad que exige respeto y participación.
La ausencia de la fraternidad dificultó en enfrentamientos del pasado el equilibrio entre libertad e igualdad. Sin fraternidad, si cada persona no considera para su propio bienestar el bienestar de sus semejantes, la lucha contra la discriminación cae en identitarismo tribal y el enfrentamiento a la pérdida de valores se pervierte en absolutismo cultural.
Es necesario en política crear armonía entre la solidaridad con las demás personas y la subsidiariedad para que las organizaciones sociales más cercanas atiendan sus propios asuntos. Y para ello no deberíamos tener temor a predicar en política el amor.
Proponer el amor en política no es un romanticismo ingenuo. Es destacar la más poderosa fuerza para el bien personal y para el bien común.
La radicalidad de los dos extremismos que hoy se enfrentan dificulta que se escuchen las voces tranquilas de la moderación y la tolerancia.
Proponer como solución el amor puede vencer esa dificultad. El amor vence la discriminación. El amor vence la desvalorización comunitaria. El amor nos une en la diversidad.
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