La parálisis en la toma de decisiones políticas costarricenses obliga a cuestionar la causa profunda de su inacción: ¿es la consecuencia estructural e inevitable del quiebre del histórico bipartidismo que ha llevado a una extrema fragmentación en la Asamblea Legislativa, o es el síntoma de una erosión más peligrosa, la pérdida de la voluntad de diálogo y el agravamiento de la polarización afectiva entre las élites?
Esta tensión no es meramente académica; es una realidad que los ciudadanos perciben como un "espectáculo político", una incapacidad creciente de las fracciones legislativas para la comunicación efectiva. Este sentir tiene un respaldo empírico: el descontento y la crisis de confianza en el sistema democrático han sido una tendencia constante en los estudios de opinión pública del país, por ejemplo, según el CIEP, un 70,2% de los costarricenses señalaron no confiar en la capacidad del gobierno actual para resolver el principal problema del país.
El punto de inflexión fue la elección presidencial de 2002, que marcó el colapso del bipartidismo que había definido la política costarricense por décadas. Desde entonces, la política navega en un escenario de extrema fragmentación, con el sistema de representación proporcional que, si bien en teoría asegura una mayor voz y representatividad social, ha generado gobiernos ejecutivos sin respaldo mayoritario. Esta dispersión del poder multiplica los puntos de bloqueo (puntos de veto) a lo largo de los tres poderes, cuestionando la gobernabilidad eficaz y haciendo que la toma de decisiones sea estructuralmente lenta. Esta situación se ha agudizado progresivamente en hitos como la segunda ronda inédita de 2014 y el auge de figuras outsiders en 2022, evidenciando un deterioro constante.
No obstante, limitar el análisis a la fragmentación ignora el factor más insidioso: la erosión de la habilidad para el diálogo político entre las cúpulas dirigentes. Esta ruptura es más profunda que la mera división de curules; es un "divorcio de poderes" que paraliza la República. Hoy, la polarización afectiva transforma a los adversarios en enemigos existenciales, un fenómeno que se extiende a las relaciones entre el Poder Ejecutivo, el Judicial y Legislativo.
Esta cultura de la confrontación se nutre del populismo (que demoniza a los "poderes tradicionales") y de las redes sociales. Como consecuencia, con frecuencia los actores clave con poder estratégico priorizan el "score-keeping" (la confrontación pública para ganar visibilidad mediática) sobre la construcción de la confianza necesaria para el compromiso. El resultado es que la falta de voluntad y diálogo convierte la complejidad del sistema en una parálisis institucional que trasciende lo legislativo.
Para dirimir si la fragmentación es la causa inevitable o si es la pérdida de diálogo el catalizador, es crucial un contraste comparativo. La evidencia global demuestra que sistemas multipartidistas eficaces (como los nórdicos o Alemania) mantienen la estabilidad gracias a una fuerte cultura de negociación interinstitucional. Sin embargo, la historia nos muestra que la fragmentación sí genera bloqueo cuando se combina con la polarización, como se ha visto en Israel o en la Italia pre-reformas.
El problema en Costa Rica no es la coexistencia de poderes, sino su cooperación funcional. Si la fragmentación es la mesa con más sillas, es la incapacidad de los liderazgos políticos para gestionar los conflictos lo que, en última instancia, deja la mesa vacía. Esto refuerza la tesis de que la erosión del diálogo es el factor de parálisis más peligroso para la gobernabilidad costarricense actual.
En retrospectiva, la parálisis actual en Costa Rica demuestra que la fragmentación es solo la excusa visible, pero no la raíz del problema. La verdadera enfermedad es la erosión del diálogo: una política que prefiere el espectáculo al acuerdo y el enemigo al adversario. Si la clase política no recupera la capacidad de negociar, la democracia costarricense seguirá estancada en la retórica del conflicto.
La pregunta ya no es si tenemos demasiados partidos, sino si todavía tenemos líderes capaces de sentarse a la misma mesa y decidir juntos el futuro del país.
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