La Inteligencia Artificial (IA) ha dejado de ser una promesa futurista para convertirse en una realidad cotidiana que transforma la manera en que trabajamos, nos comunicamos y aprendemos. En el ámbito educativo, su irrupción plantea una interrogante crucial para Costa Rica: ¿cómo integrar la IA sin sacrificar el sentido humano, social y ético de la enseñanza? Esta pregunta, lejos de ser técnica, interpela la esencia misma del sistema educativo costarricense y su compromiso con la equidad, la inclusión y la formación integral.

La IA no puede ni debe concebirse como un sustituto del trabajo docente ni como una herramienta neutral. Su aplicación debe responder a un propósito educativo claramente definido: fortalecer las capacidades humanas, no reemplazarlas. En un país como Costa Rica, donde persisten brechas territoriales, digitales y socioeconómicas, cualquier innovación tecnológica debe orientarse hacia el cierre de esas desigualdades y no a su profundización. Por ello, el desafío no radica únicamente en incorporar tecnología, sino en hacerlo con justicia y visión estratégica.

El modelo de los sentidos y dimensiones de Jorge Vásquez  ofrece un marco valioso para comprender esta transformación desde una perspectiva ética y pública. Desde el sentido de aplicabilidad, la IA en la educación debe garantizar acceso equitativo, funcionamiento transparente y utilidad social. No basta con incorporar sistemas inteligentes; es necesario asegurar que estén disponibles en todas las instituciones educativas, desde las zonas rurales hasta los centros urbanos, y que operen bajo licencias abiertas y datos accesibles. Como señala Vásquez, “lo público es aquello que se manifiesta a la luz del día”, por lo tanto, la IA educativa debe ser una herramienta de bien común y no un privilegio de pocos.

En la dimensión de unicidad, se reconoce la interdependencia entre lo público y lo privado. Las alianzas con empresas tecnológicas o plataformas digitales pueden aportar recursos y conocimiento, pero deben gestionarse desde la autonomía nacional y el respeto por las políticas educativas del país. La educación costarricense debe ser un espacio donde la IA complemente la labor docente, actualice el currículo y potencie las capacidades de los estudiantes, sin perder la identidad ni la soberanía pedagógica.

La coexistencia entre IA y personas docentes es inevitable. Manuel Vargasseñala con acierto que “la IA no va a reemplazar a los docentes, pero sí va a coexistir con ellos”. Esta convivencia implica un cambio profundo en la formación del profesorado. Los educadores del siglo XXI deben comprender no solo cómo usar la IA, sino también cómo interpretarla, cuestionarla y guiar a sus estudiantes en un uso ético, crítico y responsable de estas herramientas. La alfabetización digital y la ética de datos deben convertirse en ejes centrales de la formación docente y estudiantil.

Finalmente, la transparencia debe ser el pilar de cualquier política de IA en educación. Estudiantes, docentes y familias tienen derecho a conocer cómo funcionan los algoritmos que utilizan, qué datos recopilan y cómo se toman las decisiones automatizadas. La confianza en la tecnología solo puede construirse sobre la base de la claridad y la rendición de cuentas.

La IA no marca el fin de la educación, sino una nueva oportunidad para reinventarla. Si se gestiona con equidad, transparencia y sentido público, puede convertirse en una poderosa herramienta para democratizar el conocimiento, reducir las brechas sociales y fortalecer el papel transformador de la educación costarricense. En última instancia, el futuro de la educación no depende de los algoritmos, sino de nuestra capacidad para poner la tecnología al servicio de la humanidad.

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