Históricamente nuestro país se ha enorgullecido de contar con una de las democracias más sólidas (si no la más sólida) de la región. La fortaleza de nuestras instituciones electorales y la sana división de poderes han posicionado a Costa Rica en los primeros lugares de los principales índices de democracia a nivel global. No obstante, hoy, en tiempos donde el autoritarismo nos acecha con cada vez más fuerza, una de las bases de nuestra democracia (la división de poderes) se encuentra en gran riesgo debido a un elemento fundamental: la elección de magistrados constitucionales.
En Costa Rica los magistrados de la Corte Suprema de Justicia son elegidos por la Asamblea Legislativa, que a través de la Comisión Permanente Especial de Nombramientos (CPEN) se encarga de formular un proceso que permita estudiar los perfiles de todas las personas postuladas. Es precisamente en este proceso donde se encuentra el problema.
Y es que desde hace una década, informes como el Estado de la Justicia (2015) y el del Panel Independiente para la Elección de Magistrados (2018) nos han advertido sobre las múltiples deficiencias del actual proceso de elección que realiza el primer poder de la República: una absoluta carencia de criterios claros y objetivos para la calificación de los candidatos; la inexistencia de una metodología para las entrevistas; la no exigencia de un perfil de atestados profesionales; y la poca transparencia de las recomendaciones, aunado a que los dictámenes de la CPEN no son vinculantes al plenario, por lo que este último puede simplemente no seguir la recomendación y nombrar incluso a personas que no hayan participado de ese primer filtro. Dejando la elección de las magistraturas constitucionales de nuestro país a la suerte del compás político del momento.
Estas falencias pueden a simple vista no parecer tan graves. Sin embargo, si afinamos un poco la lupa, encontraremos la terrible amenaza que acecha a nuestra democracia.
Una vez terminado el primer filtro en la comisión, esta emite las recomendaciones al plenario, en el que se toma la decisión definitiva de elegir a las personas designadas con los votos de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros del plenario, es decir, 38 de los 57 congresistas. Este requerimiento de mayoría tiene como espíritu que la elección de la magistratura requiera un consenso de las fracciones políticas sin que prime algún criterio partidario particular.
Pero pensemos por un momento: ¿qué pasaría si, en las próximas elecciones, un partido logra tener 38 diputaciones? En ausencia de mecanismos objetivos que obliguen a las diputaciones a elegir a las personas mejor calificadas basados en criterios técnicos, ese partido podría, de una forma muy fácil, nombrar a personas afines a su tendencia y que, por tanto, respondan a sus intereses partidarios.
Hilemos aún más fino, supongamos que ese partido también gana la Presidencia de la República. En este caso el escenario se torna aún más complejo: dicho partido tendría pleno y absoluto control de los tres poderes de la República (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), difuminando completamente las líneas de nuestra tan sagrada división de poderes.
Desde hace ya algunos años venimos reflexionando sobre el riesgo de que la justicia se politice al extremo de convertirse en un instrumento del gobierno de turno. Esta reflexión adquiere especial vigencia cuando observamos cómo en algunos países vecinos (El Salvador, Nicaragua, Venezuela) los regímenes autoritarios han comenzado controlando las cortes supremas, alterando el nombramiento de jueces para garantizar impunidad y consolidar su dominio político.
Nuestro país no es inmune a la amenaza autoritaria. No es coincidencia que un gobierno que ha demostrado ejercer este tipo de prácticas esté apuntando a obtener 40 diputaciones en las próximas elecciones. Buscan concentrar todo el poder, lo quieren ya y saben exactamente cómo obtenerlo.
La consecuencia de esto es evidente: un Poder Judicial cuya legitimidad depende de la coyuntura política queda completamente desnudo ante cualquier embate autoritario. La independencia judicial no es (como lo quieren pintar algunos) un privilegio de los jueces, sino un pilar esencial de la división de poderes y, por tanto, de ese tan preciado sistema democrático que tanto nos ha costado.
Es imperante establecer perfiles técnicos claros, metodologías y procedimientos estandarizados y transparentes, y una pública justificación de los nombramientos. Así mismo, resulta importante abrir la discusión sobre la posible incorporación de otros órganos colegiados en el proceso, con el fin de brindar un grado más de blindaje, reduciendo la discrecionalidad política del mismo.
Si algo hemos aprendido de la historia latinoamericana reciente es que el autoritarismo no llega de golpe, si no que poco a poco se va infiltrando por las grietas que se abren dentro del propio sistema democrático. Nuestro sistema de elección de magistrados es precisamente una de esas grietas. Atenderla con las reformas correspondientes no es un lujo, sino una urgente necesidad que debe ser resuelta antes de que sea demasiado tarde.
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