Hace unas semanas me llegó una invitación para participar en un programa corporativo de bienestar: evaluaciones tipo DISC, convivios anuales y, al final, un cuestionario breve inspirado en los 7 hábitos de la gente altamente efectiva de Stephen R. Covey. Cuando vi ese cuestionario (tres preguntas por hábito), recuerdo que pensé: “¿en serio pretenden cambiar algo con los resultados que arroje ésto?”, y la respuesta la obtuve a través de los rumores de pasillos: “No veo que cambie nada… es solo rui0do”.

Esa frase —es solo ruido— me dejó pensando. Porque en muchas empresas se invierte en encuestas, talleres y programas de “clima”, mientras las tensiones estructurales persisten… o aumentan. Se profundiza en el volumen de datos, pero no se transforma el ambiente y mientras eso pasa, afuera el país vive con el estómago apretujado: algunas transnacionales se replantean sus operaciones en suelo tico, la inseguridad dejó de sorprendernos, los centros educativos gradúan jóvenes sin herramientas para sostener un empleo, y la campaña electoral que recién arranca sin propuestas claras hasta el día de hoy (como siempre).

Todo ese “ambiente” se filtra en las organizaciones: suben los niveles de ansiedad, se cuida más el puesto que el trabajo, se calla más de lo que se conversa. Y en ese clima, los KPI’s y las encuestas de bienestar —que deberían ayudar— terminan tapando la grieta con números

También tenemos una ley en la pared: la Ley 10.412 de Salud Mental. Es un paso civilizatorio: reconoce la salud mental como prioridad y orienta a instituciones y empresas a promover entornos sanos. Pero si el marco no trae un régimen claro de consecuencias y de seguimiento —si no obliga a demostrar que las condiciones cambiaron y no solo que se aplicó una encuesta—, el cumplimiento queda en la voluntad de cada actor. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Confiamos en que el mercado ordenará el bienestar? ¿Esperamos a que la adaptación de Stephen R. Covey arregle la estructura con tres preguntas?

No es que los KPI o las encuestas estén mal. Es que solos dicen poco. El equilibrio está en leer dos planos a la vez: lo que la empresa necesita producir y lo que la gente necesita para poder producirlo sin quemarse. Para eso, hace falta operar con tres verbos persistentes —diagnosticar, intervenir y sostener—. Diagnosticar no es preguntar “cómo te sientes” una vez al año, sino mapear cargas, autonomía, apoyos y seguridad psicológica por equipo. Intervenir no es dar una charla, sino ajustar procesos, tiempos, roles y estilos de liderazgo para que el trabajo sea factible. Sostener no es publicar resultados; es volver a medir para aprender, corregir y volver a empezar. Ese circuito, cuando se toma en serio, convierte al bienestar en una práctica diaria, no en un evento de calendario.

Aquí entra el llamado a la conciencia crítica, porque estamos en año electoral y el afuera puede condicionar hacia adentro. Evaluemos con rigor lo que ofrecen las candidaturas sobre trabajo y salud mental: no solo qué prometen, sino cómo lo harán y cómo lo mantendrán cuando pase la campaña. ¿Van a exigir a las instituciones públicas y a las empresas que muestren mejoras verificables en sus entornos, más allá de encuestas? ¿Qué instrumentos concretos proponen para que esa ley se convierta en práctica y no en papel? ¿Cómo van a alinear educación, empleo y seguridad para que los equipos reciban gente preparada y puedan desarrollarla? ¿Con qué recursos, con qué cronograma, con qué responsables y con qué tipo de seguimiento, se unirá la productividad y la salud organizacional en la misma conversación? Si no hay respuesta clara a esas preguntas, lo que se ofrece no es política pública: es retórica.

También nos toca mirar hacia adentro. Las organizaciones no pueden delegar su responsabilidad en el Estado ni en la moda del mes. Si el país vive en alerta, más razón para que la empresa baje el ruido y suba la conciencia: menos burocracia inútil, más claridad de expectativas; menos “motivación de evento”, más feedback honesto. Eso es política de bienestar: diseño del trabajo, no espectáculo.

Vuelvo, entonces, a aquel cuestionario de los 7 hábitos de la gente altamente efectiva. No es que el libro esté mal ni que medir sea un error. Es que tres preguntas genéricas y una escala cómoda no cambian una cultura que teme hablar. En campaña, también sobran escalas cómodas y preguntas que cualquiera contesta sin comprometerse. Por eso el llamado: pensemos con rigor, pidamos cómos y con qués, preguntemos quién responde y quién rinde cuentas. Porque aunque exista una ley, si no hay exigencia social, estándares de verificación y consecuencias: la ley es solo un saludo a la bandera.

Lo triste de todo esto, es que quizá el verdadero indicador de un entorno sano aparecerá en los pasillos, cuando la gente deja de susurrar “no cambia nada” y se permita decir —y sentir— que ahora sí hay diferencias, que se conversa de verdad, que el trabajo se puede hacer sin miedo, que el país de afuera, no entra al trabajo como amenaza sino como contexto que sabemos procesar. Si logramos eso, los KPI vuelven a ser brújula, las encuestas vuelven a ser espejo, y el bienestar deja de ser ruido para convertirse en práctica. Y entonces, aquel cuestionario con tres preguntas ya no será una coartada; será apenas un recuerdo de cómo solíamos confundir medición con cambio.

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