Costa Rica, por décadas reconocida como un oasis de paz en Centroamérica, atraviesa hoy una crisis de seguridad que amenaza los cimientos de su identidad democrática. El país que abolió el ejército en 1948 y se enorgullecía de su estabilidad institucional, cerró el año 2024 con 880 homicidios, según datos del Organismo de Investigación Judicial (OIJ). Y lejos de mejorar, las proyecciones para 2025 indican que la cifra podría incluso superar ese número.

No se trata de alarmismo mediático ni de “periodismo amarillista”. Es lamentablemente la realidad que vive la sociedad costarricense. Una realidad que erosiona la convivencia, deteriora la confianza en las instituciones y amenaza la libertad de la ciudadanía. Cuando la inseguridad se normaliza, se pierde más que la tranquilidad: se debilita la democracia.

Y no es solo esto, es que también detrás de cada estadística hay comunidades sitiadas por la violencia, jóvenes que caen en manos del crimen organizado y familias que viven con miedo. Las provincias costeras —Limón y Puntarenas, por ejemplo— concentran la mayoría de los homicidios. No es casualidad. Son regiones históricamente marcadas por la desigualdad, la falta de empleo y el abandono estatal.

La inseguridad, entonces, no es solo un asunto policial. Es un fenómeno estructural que refleja las brechas económicas, la ausencia de oportunidades y la debilidad de la presencia institucional en los territorios más vulnerables. Pretender resolverlo únicamente con más patrullas o más cárceles es atacar el síntoma, no la causa.

El Gobierno ha anunciado medidas contundentes: construcción de nuevas cárceles de alta seguridad, operativos de contención y mayor equipamiento policial. Sin embargo, la gran pregunta es si la represión sin prevención puede generar un cambio sostenible.

La seguridad del futuro no se edifica únicamente con más efectivos en las calles, sino con educación, justicia pronta, empleos dignos y programas sociales sólidos.  Además, el sistema judicial y penitenciario requieren modernización y recursos. La sobrepoblación carcelaria, los procesos judiciales lentos y la falta de rehabilitación efectiva terminan alimentando el círculo de la criminalidad. Sin justicia eficaz, la impunidad se convierte en una segunda forma de violencia.

Cuando el ciudadano deja de confiar en las instituciones, surgen dos respuestas peligrosas: la indiferencia o el autoritarismo. La primera, porque normaliza la violencia. La segunda, porque abre la puerta a políticas extremas que prometen “orden” a cambio de derechos fundamentales.

Costa Rica debe mirar con cautela los modelos de “mano dura” que han surgido en la región. El fin no justifica los medios si estos erosionan las garantías que sostienen un verdadero Estado de Derecho. La seguridad del futuro debe ser humana, justa y democrática, no una excusa para el control excesivo o el abuso de poder.

Qué triste perder esa imagen, esa libertad, ese orgullo de vivir en un oasis lleno de paz.

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