La campaña presidencial apenas comienza y, en materia educativa, lo poco que hemos escuchado ha sido tibio y genérico. No es de recibo que el diálogo se mantenga en ese nivel. Lo que está en juego exige un debate tan serio como el que se dedica a seguridad, salud o la regla fiscal. Pretender menos es restarle al país la urgencia de enfrentar una de sus crisis más profundas.
El Décimo Estado de la Educación (2025) lo deja claro: revertir los rezagos no tomará menos de diez años de trabajo sostenido. Eso significa que ninguna propuesta electoral aislada basta. No se trata de improvisar en un plan de gobierno, sino de reconocer que la educación solo puede reconstruirse con visión de Estado, financiamiento estable y continuidad.
El costo de la inacción ya se siente en el día a día: centros educativos con infraestructura en deterioro, direcciones absorbidas por trámites administrativos y generaciones de estudiantes con aprendizajes pobres. No faltan ideas, lo que falta es liderazgo para responder con claridad cómo se hará, con quiénes se sostendrá y con qué recursos se financiará. Esa es la discusión que el país merece en 2026.
El Estado de la Educación ofrece insumos valiosos que recogen las voces del sector y trazan con evidencia lo urgente y lo posible. No es el único referente, pero es el marco más robusto para iniciar un camino de largo plazo. Ignorarlo en el debate electoral sería irresponsable.
Lo que falta es un pacto educativo traducido en política de Estado: un compromiso vinculante que trascienda gobiernos y garantice continuidad durante al menos una década. Un pacto significa blindar recursos, establecer prioridades compartidas, definir responsables y evaluar resultados de manera transparente. Sin esto, la educación seguirá secuestrada por el cortoplacismo político.
Los costos del atraso son evidentes. Los aprendizajes se estancan, las brechas se agrandan y la confianza en la educación pública se erosiona. Lo que está en juego no es el próximo gobierno, son las próximas generaciones. Y diez años son apenas el punto de partida para corregir el rumbo.
De aquí en adelante, la ciudadanía no puede limitarse a leer promesas de campaña: tiene la responsabilidad de exigir compromisos verificables y confrontar a quienes ofrezcan catálogos de intenciones. La educación no se juega en discursos, se juega en la capacidad de sostener acuerdos y rendir cuentas.
Las elecciones de 2026 son la oportunidad de demostrar madurez política. Gobernar en educación no es inaugurar proyectos propios, es sostener lo que funciona con continuidad y responsabilidad. La pregunta es inevitable: ¿están dispuestos los candidatos presidenciales a asumir un acuerdo nacional de diez años para la educación costarricense —con recursos, planificación, gobernanza y resultados visibles— o seguirán ofreciendo promesas que el país ya no puede permitirse?
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