En el reciente pronunciamiento del Foro de Mujeres Políticas por Costa Rica con relación a la violencia de género perpetrada por una Ministra de Estado contra una Diputada de Asamblea Legislativa de Costa Rica, se indica: “La violencia política de género no depende del sexo de quien la ejerce, sino de las estructuras que busca perpetuar”. Esta frase, potente y clara, nos ofrece una oportunidad para analizar sus causas, a la vez, vez que nos permite contestarnos la siguiente interrogante: ¿por qué algunas mujeres se convierten en guardianas del patriarcado? Analicémoslo con detenimiento.

El patriarcado es un sistema de validación que no puede comprenderse únicamente como un sistema de dominación de los hombres sobre las mujeres y poblaciones diversas: constituye una estructura social, cultural y simbólica que organiza jerarquías. Pierre Bourdieu (2000) explicó que los sistemas de poder se interiorizan hasta volverse naturales, cotidianos y normalizados. De ahí que las mujeres puedan reproducir prácticas de opresión para obtener reconocimiento, prestigio y validación dentro de un orden establecido. Recordemos que históricamente han habido mujeres que han validado la violencia machista como forma de supervivencia. 

La misoginia convertida en arma de castigo no es un odio generalizado hacia las mujeres que aparece en el vacío de un discurso político. Como señala Kate Manne (2018), es una forma de castigo sobre las mujeres que no cumplen con los roles de subordinación establecidos por la sociedad patriarcal. En ese marco, una mujer puede recurrir a la misoginia para deslegitimar y violentar a otra que no se alinea con la estructura de poder que ella representa.

La “policía del género” que nos vigila (Judith Butler, 1990), nos advierte que el género se sostiene mediante una vigilancia social permanente. No solo los hombres vigilan a las mujeres: también las mujeres vigilan y sancionan a otras que no se comportan con normalidad patriarcal. La violencia política, simbólica, verbal e incluso física entre mujeres, envía un poderoso mensaje disciplinador a quienes se apartan de la norma.

La cooptación patriarcal es la respuesta (Bell Hooks y Silvia Federici) que el patriarcado ha encontrado para otorgar beneficios y protección a las mujeres que reproducen sus valores: acceso al poder, reconocimiento, beneficios económicos o legitimidad política. Las mujeres que “se portan bien” son premiadas; las que cuestionan el orden son castigadas, ridiculizadas o apartadas de espacios de decisión o elección política. Por ello, algunas mujeres ejercen violencia contra otras, no porque crean que sea el camino hacia una sociedad más justa, inclusiva y equitativa, sino porque se posicionan del lado del poder y sus recompensas.

La asimilación a códigos masculinos como simbolismo (Rosabeth Moss Kanter, 1977) nos muestra que las mujeres que logran ascender en entornos dominados por hombres tienden a alinearse con códigos masculinos de autoridad: lenguaje más agresivo, gestos de dureza, e incluso violencia contra otras mujeres consideradas “débiles” o “emocionales”. Existen algunas asesoras de imagen que recomiendan a las mujeres vestirse con ropas “más masculinas” para poder ascender con mayor rapidez en estructuras de poder dominadas por hombres. Mostrar feminidad podría verse como un signo de debilidad. Y es así como seguimos perpetuando estereotipos, estereotipos… y más estereotipos.

Está claro que como mujeres, no podemos caer en un discurso de odio contra aquellas que ejercen violencia sobre otras. Hacerlo sería reproducir la misma lógica patriarcal que queremos erradicar. Pero sí debemos identificarlo, visibilizarlo y actuar. Por lo anterior, afirmo que el desafío es doble y debemos transitar una ruta segura. Veamos un camino posible:

Primero, comprender el sistema, porque esas mujeres no actúan en un vacío estructural: están atravesadas por un sistema que las forma, las condiciona y las premia si actúan “correctamente”, incluso en contra de quienes representan. 

Segundo, no se debe atacar a la persona, sino al sistema. El escenario de violencia política se monta sobre una dinámica de premios y castigos: obedezca las reglas y obtiene beneficios (incluso simbólicos, como la aprobación masculina, darle voz en escenarios políticos o palmaditas en la espalda cuando recurren a la violencia en su discurso), o desobedezca y se enfrenta a la sanción.

Tercero, nombrar y visibilizar la violencia en toda su dimensión. No debemos reducirla a un “conflicto entre mujeres”, porque en realidad es una estrategia estructural que instrumentaliza a algunas mujeres para perpetuar el patriarcado atacando a otras ya que a su modo de verlo, lo óptimo sería que “se maten entre ellas” y desde esta “lógica”, el sistema que promueve y facilita la violencia se queda con las manos limpias. Una salida maquiavélica que requiere que las cosas se llamen por su nombre y se visibilicen sin burlas solapadas ni minimización.

Cuarto, educar y prevenir son la única salida. Sobre todo, a niñas y jóvenes, para que comprendan las causas de estas dinámicas y no las reproduzcan como modelo de ascenso social. La violencia nunca puede ser el camino hacia el poder político o el reconocimiento social.

Quinto, comprender que atacar a otra mujer no es un gesto de liderazgo, fuerza o poder: es una muestra de rendición ante el patriarcado, entre otras cosas. Es validar sus reglas y convertirse en su guardiana. Cada vez que entre mujeres ejercemos misoginia, fortalecemos el sistema que nos oprime. Por eso urge desmontar estos comportamientos, explicarlos en sus causas y hacer pedagogía con todas las mujeres, jóvenes, niñas y niños.

Sexto, el sistema debe quedar al descubierto; debemos desnudarlo y apuntar con claridad, no contra la mujer que lo reproduce, sino contra la estructura que la sostiene y aplaude cuando caemos en la trampa de la violencia entre mujeres. No se debe aplaudir a la mujer que ejerce violencia contra otras, pero tampoco atacarla como la única responsable. Ella responde a un sistema minuciosamente montado en forma y fondo por los “ideólogos patriarcales” que después le dan el premio. Por supuesto que no se le justifica y no se le quita responsabilidad, pero ciertamente se le ubica como parte del sistema, que no debe quedar en  modo alguno invisibilizado.

Como educadora, no puedo más que recurrir a la educación para desmontar los espectáculos de violencia patriarcal que enfrentan a unas mujeres contra otras. Solo una conciencia crítica, cimentada en el conocimiento y en la sororidad activa, puede romper este ciclo. La trampa está echada: el poder y la violencia, son demasiado atractivos para quienes son capaces de incendiar el rancho con tal de acabar con el viento que les incomoda su sueño.

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