Escribir sobre violencia contra las mujeres nunca es sencillo, ya que las etiquetas y los prejuicios siempre generan sesgos en el debate; incluso, muchas veces terminan la discusión antes de que inicie. Mi objetivo al escribir este artículo es abrir espacios de reflexión, no de combate. Flaco favor le hacemos a la lucha de las mujeres por la equidad tomando posiciones extremas que solamente contribuyen a separarnos en vez de acercarnos, mal del cual el país está sufriendo en exceso en estos días.

Sí, yo también he sido víctima de violencia y muchas veces los ataques más encarnizados han venido de otras mujeres, sí, de esas que piensan que dar órdenes es ser líderes, que gritar es sinónimo de ser escuchadas, y que amedrentar las hace ver como mujeres poderosas. Es realmente triste ver como estas “mujeres empoderadas” creen que el valor está en ser y en comportarse como aquellos “machos misóginos” a los que critican.

Para personas como yo, que hemos tenido la bendición de trabajar tanto como en el sector privado como en el sector público, es triste ver las brechas que existen con respecto a la equidad para nosotras, la excusa suele ser: “aquí tenemos muchas mujeres trabajando”. Con esta respuesta normalmente nos alejamos del tema en cuestión y de los cuestionamientos incómodos que son los que nos permitirían retratar la situación real, las preguntas que deberían seguir a esa respuesta de cajón son: ¿cuántas tienen posiciones de dirección?, ¿cuántas lideran equipos? ¿las ideas de cuántas de ellas son realmente escuchadas?  Y más aún: ¿a cuántas no se les juzga porque tuvieron que pedir un permiso para cuidar un hijo o para cuidar uno de sus padres? ¿cuántas no fueron descartadas para un ascenso porque no se quedaron a trabajar en la oficina después de la hora de cierre ya que tenían que ir a recoger un niño en la guardería?

He tenido el privilegio en mi vida de ser muchas veces la primera mujer en ostentar ciertas posiciones (primera presidenta de RACSA, primera gerente del BCCR) y no digo esto con arrogancia, lo digo con dolor. Instituciones que han tenido que esperar 70 años o más para poder decir que finalmente incorporaron una mujer en niveles estratégicos y de toma de decisiones. Esa realidad nos debería poner a pensar.

Este no es un problema aislado. La verdad oculta detrás de muchas organizaciones, dirigidas por décadas solo por varones es que en ellas existe un problema estructural y se sigue privilegiando que los hombres sean quienes ostenten el poder. No existe, en la práctica, una posibilidad real para las mujeres de ascender a ciertos niveles jerárquicos. Algunos defienden el statu quo y utilizan las herramientas que les da la burocracia estatal para atrasar el avance y seguir operando desde sus trincheras. Todo esfuerzo por instaurar una real equidad presentará resistencia por parte de aquellos que se sienten amenazados por el cambio.

La violencia no sólo está en los gritos y en los insultos, está en las estructuras que siguen limitando nuestro avance, en las resistencias pasivas que frenan el cambio y en los intentos de descalificar a quienes abren puertas que antes estaban cerradas.

Seamos valientes no violentas, seamos firmes no fuertes, seamos estratégicas no oportunistas; hablemos sin miedo, pero no a gritos. No imitemos aquello que no merece ser imitado, aquello que más bien merece ser erradicado.

La lucha continúa, porque para las que tenemos hijas no basta con desear que ellas no pasen por las experiencias que nosotras hemos tenido que vivir.

Necesitamos transformar las instituciones en las que trabajamos y las relaciones de poder que persisten en ellas. Debemos entender que la equidad no es un favor, es un derecho. Y, tal vez lo más importante, debemos cambiar la interpretación que hacemos de lo que significa liderazgo femenino y trabajar en acciones reales que les permitan a las mujeres constituirse en esas líderes que el país merece. Solo así lograremos pasar del discurso a la acción y alcanzar finalmente una equidad real.

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