Costa Rica ha sido históricamente reconocida por su estabilidad democrática y por una institucionalidad relativamente fuerte en Latinoamérica, pero hoy enfrenta una coyuntura muy preocupante, que se ha venido gestando, sin lugar a duda, desde los años 80 y 90 con el Neoliberalismo y la Reforma del Estado.

En este contexto, varios gobiernos adoptaron políticas de apertura económica, privatización y recorte del gasto público, influenciadas por el Consenso de Washington; sin embargo, estas recomendaciones de políticas económicas también promovían más inversión en salud, educación e infraestructura; no obstante, en Costa Rica esas propuestas fueron disminuyendo paulatinamente, lo que sí asumieron muy bien fue la venta de activos del Estado al sector privado. La modalidad que predominó fue la del debilitamiento de esas organizaciones para presentarlas a la ciudadanía como ineficientes y así justificar las privatizaciones, en este sentido se presentó al Estado como inepto, burocratizado e ineficiente.

No podemos soslayar que ha habido crecimiento económico, pero también se comenzó a erosionar el Estado Social de Derecho que caracterizaba a la Costa Rica de posguerra. Entonces, ese crecimiento económico no se ha visto reflejado en la población, es lo que ha pasado en Chile desde Pinochet: creció el PIB, pero no favoreció a las clases sociales populares, que vieron erosionado su poder adquisitivo.

Hemos estado en los últimos 60 o 70 años dominados por la degradación del sistema político-democrático, a través de la corrupción y el clientelismo.

Los responsables directos de la debacle que hoy vivimos han sido los Gobiernos de Liberación Nacional (PLN) y la Unidad Social Cristiana (PUSC), especialmente durante las administraciones de Óscar Arias Sánchez (PLN, 1986-1990), Rafael Ángel Calderón Fournier (PUSC, 1990-1994) y José María Figueres Olsen (PLN, 1994-1998) como lo dice con razón el Gobierno de turno.

Las crisis de legitimidad política no se hicieron esperar, luego de casos de corrupción como ICE-Alcatel, Caja Fischel, que involucraron a expresidentes y altos funcionarios. Esto empezó a corroer la confianza que se tenía en los partidos tradicionales y es así como, a partir de 2010 emergen con más fuerza el Partido Acción Ciudadana (PAC) el Frente Amplio y más recientemente partidos pentecostales, producto de la fragmentación política.

Los gobiernos de Luis Guillermo Solís Rivera (2014–2018) señalado por el mal manejo fiscal y Carlos Alvarado Quesada (PAC, 2018–2022) quien enfrentó huelgas y creciente descontento social por impuestos que aumentaron el desgaste del entramado social, esto es, que continuaron avivando la desigualdad, la fragmentación, la crisis económica, la pérdida de confianza en las instituciones, la violencia y el individualismo creciente, no hicieron sino aumentar el malestar social que ya se venía gestando. No podemos olvidar las exoneraciones a los bienes inmuebles que el gobierno de Alvarado aplicó a 486 empresas del régimen de Zonas Francas, mientras apretaba el cinturón de la clase trabajadora. Solo la Municipalidad de Heredia estimó las pérdidas tributarias en un monto aproximado de ¢1.000 millones anuales, pese a que todas esas empresas ya gozaban de incentivos fiscales de ley.

La reforma fiscal implementada por el gobierno de Alvarado fue impulsada porque las finanzas del Estado “no soportaban más”; empero, ocultaba la existencia de una vasta lista de supuestos evasores de cuello blanco, como Florida bebidas y la Cervecería Costa Rica. Y claro, esta lista es muy grande y cubría los últimos cuatro gobiernos antes de Alvarado, “todo para salvaguardar las finanzas públicas”; no obstante, cabe preguntarse si no era para salvar a los grandes capitales del pago de impuestos y deudas en Hacienda y pese a que el ciudadano de a pie no se entera de los pormenores de estas matráfulas, esto supuso un punto de inflexión para la ciudadanía, que había puesto su esperanza en estos gobiernos (Solís y Alvarado) y caímos irremediablemente en una crisis institucional y populismo a partir del gobierno de Rodrigo Chaves y el Partido Progreso Social Democrático (PPSD). Por supuesto, no podemos dejar de lado la responsabilidad compartida del Congreso por su falta de cohesión y colaboración efectiva.

Hoy, a las puertas de nuevas elecciones, las tensiones políticas han aumentado en distintos frentes: desgaste ciudadano, desigualdades, acusaciones de abuso de poder, problemas fiscales, inseguridad y una percepción creciente de que el “Contrato Social” está seriamente comprometido. El estilo de gobierno actual tiende al populismo delegativo, es decir, un presidencialismo fuerte que reclama representar directamente al “pueblo” y socava los controles institucionales horizontales (poderes legislativo, judicial, electoral, etc.).

El gobierno de Chaves no responde ante la inseguridad, la desigualdad y falta de empleo, que se han incrementado en su Gobierno. Hay tensiones en sectores como educación —infraestructuras precarias, desigualdad territorial— y en las finanzas públicas y las exoneraciones fiscales continúan reduciendo la capacidad de recaudación.

Hay serios riesgos estructurales en el manejo político de Chaves, desde discursos antagónicos, personalización del poder, censura de la libertad de expresión, hasta la confrontación con los otros poderes e instituciones del Estado y debilitamiento de mecanismos de rendición de cuentas.

Locke diría que, si el Ejecutivo empieza a debilitar los otros poderes, se debilitan también la protección de derechos constitucionales y la legitimidad del Estado. En este sentido, la polarización que ha promovido el presidente Chaves socava esta legitimidad estatal, promueve una violencia ciega en un sector de la población, que no atina a percatarse de que los desafíos políticos y morales de nuestro tiempo también están en sus manos.

En el contexto de discursos populistas delegativos, podría decirse que hay una apelación al “pueblo” como un todo abstracto, lo cual Rousseau llama “voluntad general”, pero sin los canales institucionales de deliberación, participación y rendición de cuentas, ese recurso puede usarse autoritariamente.

Hoy, como siempre, debemos tener en cuenta, como lo dijo Hannah Arendt que "el poder no es nunca propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y existe solo mientras el grupo se mantiene unido". El dilema es ¿cómo cohesionamos un pueblo con enormes asimetrías no solo económicas sino también educativas y culturales? ¿Cómo arribamos a una democracia que nos represente a todos y todas? Como lo plantea Vasili Grossman, ¿cómo abolimos la narrativa emanada del poder simbólico para no caer en un totalitarismo que no renuncia a la violencia?

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