Actualmente, ya alcanzado el primer cuarto del siglo XXI, la fragilidad de las democracias en el mundo es un hecho cada vez más constatable. De manera sigilosa y hasta camuflada, el autoritarismo se ha instalado entre las más consolidadas democracias Occidentales: en ambos lados del Atlántico, desde Estados Unidos hasta Francia y Alemania, el sombrío espectro del populismo y el ultranacionalismo pretende socavar ante nuestros ojos los Estados de derecho, la división de poderes, los derechos humanos, la libertad de prensa y las instituciones democráticas.
Antaño floreciente, la Europa de nuestros días se estanca y experimenta el brusco resurgimiento de partidos y movimientos políticos de ultraderecha contrarios a los organismos multilaterales, con posturas altamente xenofóbicas y nacionalistas. Los partidos tradicionales comienzan a resquebrajarse y la confianza en el sistema de partidos políticos desciende para ceder su lugar a agrupaciones radicales de todo tipo; el mal llamado ‘‘Mundo Libre’’ ve ahora ante sus ojos cómo brota, en su propia tierra, la semilla del odio. Con la creciente fuerza de estos movimientos, desde el trumpismo ultraconservador de Estados Unidos hasta el Reagrupamiento Nacional (RN) francés y la fortalecida Alternativa para Alemania (AfD por sus siglas en alemán), son cada vez más las señales que delatan en Occidente el auge del populismo de extrema derecha y el sentimiento ciudadano de oposición a la democracia.
Esta problemática, sin embargo, lejos de limitarse a Europa y Estados Unidos, trasciende casi cualquier frontera: para no ir muy lejos, ya en América Latina el golpismo y los fanatismos antidemocráticos han vuelto a hacer eco en países como Brasil, donde el bolsonarismo orquestó un fallido golpe de Estado en 2022.
Ante este escenario funesto, de alborozo e incertidumbre, de conflicto y crisis, es fundamental mirarnos ahora en el espejo y preguntarnos: ¿y qué pasa con las democracias en Centroamérica? ¿Estamos también nosotros hoy ante el abismal umbral del autoritarismo, el golpismo y la dictadura?
Como centroamericanos, mirarnos en el espejo no siempre es fácil: nuestro cuerpo está marcado por heridas que de vez en cuando se vuelven a abrir. En Centroamérica están soplando nuevamente aquellos viejos – pero muy familiares y conocidos – vientos del caudillismo y la dictadura. En las sociedades centroamericanas, con un tejido social aún fisurado por la injusticia, la impunidad y la violencia de Estado, ante la memoria sombría de los regímenes militares sanguinarios, aún fresca, parece volver a concretizarse en nuestras realidades aquel no tan lejano espectro del autoritarismo.
En Nicaragua, como ya es bien sabido, el régimen Ortega-Murillo mantiene un control férreo del país por lo menos desde 2018, mientras que en El Salvador la democracia está puesta en jaque por la posibilidad de reelección indefinida de un mandatario que, con pleno control de todas las instituciones y contrapesos, ha prorrogado más de cuarenta veces un régimen de excepción –una suspensión de garantías constitucionales que, parece, se convertirán en un ‘‘régimen de normalidad’’–, a la vez que persigue opositores, periodistas y organizaciones no gubernamentales, y dispone ahora a gusto de cualquier cambio constitucional que necesite.
Como lo he expuesto en otras ocasiones y como también lo ha señalado el Programa Análisis de Coyuntura de la Sociedad Costarricense, Costa Rica, la democracia más longeva y con mayor solidez en sus instituciones, no está del todo fuera de esta tendencia regional y global de deterioro de las democracias.
El país está actualmente enfrascado en una coyuntura altamente polarizada y violenta: en medio de niveles acuciantes de desigualdad, mientras aumenta la violencia homicida del narcotráfico y el Estado se atora en sus políticas de recorte y de austeridad fiscal, se consolidan y arraigan a lo largo de todo el país nuevos e inéditos discursos anti-institucionales y antidemocráticos que, de manera nunca antes vista, son emitidos desde altos mandos políticos. Si bien actualmente Costa Rica persiste en su solidez institucional y democrática, hay una creciente tendencia promovida por el Presidente de la República de criminalizar y fustigar la oposición política, los contrapesos institucionales de la democracia – particularmente el Poder Judicial – y de cuestionar la división de poderes.
Lo más preocupante es que, al igual que muchas naciones de Centroamérica, Costa Rica se expone a formas cada vez más inadvertidas y sublimes de autoritarismo, disfrazadas de lucha por el pueblo, que buscan socavar la división de poderes en favor del Ejecutivo y que se gestan desde dentro del mismo sistema. En otras palabras, vemos hoy un Presidente democráticamente electo quien, aprovechando el descontento popular hacia las instituciones de la democracia liberal y muchas de sus fallidas promesas, busca capitalizar su popularidad para posicionar a la ciudadanía en contra del Estado de derecho y sus instituciones.
Esto es nada más y nada menos que una estrategia populista para poder actuar sin límites y contrapesos: sin Contraloría, para hacer obras públicas a dedo; sin Asamblea, para no tener oposición política; sin Fiscalía General y Sala IV, para escapar al control legal y constitucional; y sin prensa crítica, para dominar la narrativa hegemónica.
Desde protestas contra el Poder Judicial dirigidas por altos jerarcas del Ejecutivo hasta ataques e insultos descarados que criminalizan a la prensa y los opositores políticos, cualquier coincidencia con la realidad costarricense es mera casualidad.
En consecuencia, a pesar del tenso clima internacional que impera en nuestros días, los principales retos para la democracia en la región no son hoy del todo externos: ya no son ni la CIA ni los golpes militares extranjeros los que deciden el futuro de las democracias en el istmo; al contrario, aquellas amenazas que azotan más fuertemente las democracias centroamericanas nacen y brotan del mismo sistema democrático – e inicialmente se legitiman por medio de este –, de aquellas mismas personas que, impulsadas por la elección y el voto popular – como Daniel Ortega y Nayib Bukele – intentan luego subvertir las reglas por las cuáles llegaron al poder.
Estamos, en este sentido, ante procesos de autocratización silenciosos, solapados, que progresivamente van desmantelando los controles institucionales y van ampliando el margen de acción de líderes autoritarios bajo el mantra divino de la popularidad y la mano dura, siempre con el aplauso incondicional de importantes sectores de la ciudadanía: estamos en una era del personalismo y el populismo.
Ante nuestro escenario preelectoral, esto tiene consecuencias previsibles: la contienda la gana el jaguar que ruja más fuerte, el más peleón y gritón, el que hace el mejor show y cautiva más con su personalidad.
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