En febrero elegiremos a nuevas personas tomadoras de decisiones en el Poder Ejecutivo y en el Poder Legislativo. Pero las elecciones son solo el primer paso. La verdadera materialización de la democracia no ocurre el día en que votamos, sino cuando ese voto se traduce en bienestar tangible: en aulas que funcionan, en hospitales que atienden, en calles transitables y en trámites que no desesperan.

La democracia se hace real cuando las fuerzas políticas que llegan al poder vuelven a ver a la gente que las eligió; cuando comprenden que su mandato no es discursivo, sino operativo. Gobernar democráticamente es garantizar que el Estado responda con calidad, eficiencia y empatía a las necesidades de las personas.

Porque la democracia no es un rito electoral: es un pacto cotidiano. Es la escuela pública donde nuestros hijos aprenden y donde deberían aprender a soñar con un futuro mejor. Es el Ebais que detecta a tiempo una enfermedad. Es la calle que conecta comunidades y oportunidades. Es la posibilidad de emprender sin que el papeleo se convierta en una barrera.

Cuando el Estado no cumple, la ciudadanía deja de creer. Y cuando la gente deja de sentir que la democracia mejora su vida, la democracia misma se debilita. Cada vez que una persona espera meses por una cita médica, que un emprendedor se ahoga entre trámites o que una comunidad sigue aislada porque su calle se volvió intransitable, lo que se erosiona no es solo la gestión pública: es la confianza social.

La tarea de esta generación política es reconstruir esa confianza. Volver a poner al Estado al servicio de la gente. Lograr que cada impuesto se traduzca en bienestar. Que cada institución pública funcione como un puente, no como un muro.

Porque fortalecer la democracia no depende únicamente de votar bien, sino de gobernar bien. Y gobernar bien significa devolverle a las personas lo que el Estado les debe: servicios públicos dignos, ágiles y humanos. Solo así la democracia deja de ser una promesa y se convierte en experiencia.

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