Un estadista —según la Real Academia Española— es una persona con experiencia y visión para dirigir los asuntos públicos con sentido de Estado, no de interés personal. Es quien piensa en la próxima generación, no en la próxima elección.

Sé que al hablar de “cuando Costa Rica tenía estadistas”, muchos saltarán con los argumentos fáciles y los epítetos de moda: “los ladrones de siempre”, “los que se robaron el país”, “los culpables de todo”. Pero dejemos por un momento la mezquindad y el resentimiento a un lado. Pensemos con cabeza fría y corazón patriótico.

Porque sí, hubo una época en la que Costa Rica tuvo estadistas. Hombres y mujeres que pensaban más allá de los aplausos, más allá del titular inmediato. Personas que entendieron que gobernar no era administrar lo urgente, sino construir futuro.

Gracias a ellos tuvimos una educación pública que nos distinguió en América Latina. Una educación que abrió las puertas del conocimiento a todos, sin distinción de cuna ni apellido. Durante la administración de Jesús Jiménez Zamora, el 15 de abril de 1869, se incorpora a la Carta Fundamental “la enseñanza primaria de ambos sexos obligatoria, gratuita y costeada por el Estado”. Esta declaratoria se mantendría en las Constituciones de 1871 (artículos 52-53) y de 1949 (artículo 78). La Constitución de 1949 consagró la educación como gratuita y obligatoria, y las políticas posteriores —particularmente las impulsadas 1970, con el Plan Nacional de Desarrollo Educativo (PNDE)— lograron que Costa Rica alcanzara uno de los índices de alfabetización más altos del continente.

Ahí están los programas de becas de las universidades estatales, que permitieron a jóvenes de cualquier estrato socio económico llegar a San Pedro, Heredia o Cartago con una maleta llena de sueños. Hoy, gracias a esa estructura, muchos profesionales del sector público se formaron en universidades estatales.

Y cuando algunos en redes sociales descalifican a las universidades públicas como “nidos de vagos” o “fábricas de revoltosos”, olvidan que son precisamente esos “chancletudos” los que hoy atienden a los costarricenses en los hospitales, enseñan en las aulas, investigan sobre agricultura, energía, biomedicina o cambio climático.

De esas universidades salen los ingenieros que sostienen el ICE, los médicos de la Caja, los nutricionistas, enfermeros, odontólogos y docentes que mantienen en pie los servicios públicos. El desarrollo de Costa Rica —en educación, salud y ciencia— no se entiende sin sus universidades públicas.

De esos mismos estadistas nació la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), creada en 1941 bajo la presidencia de Rafael Ángel Calderón Guardia, con el apoyo de la Iglesia Católica y el Partido Comunista.  Fue una alianza improbable, pero guiada por una visión de justicia social.  Esa Caja —hoy con más de 1 960 677 millones de cotizantes activos— se convirtió en el pilar de nuestra salud pública, un modelo estudiado incluso por la Organización Mundial de la Salud y citado en literatura internacional por su cobertura universal y su red de atención primaria (EBAIS).

Históricamente, Costa Rica ha figurado entre los países con mejor desempeño sanitario en la región, superando incluso a economías más grandes, según informes de la OMS.

Durante décadas, la CCSS sostuvo la salud de todos los costarricenses, uniendo a ricos y pobres bajo un mismo sistema. Hoy, sin embargo, la vemos tambalear. No por falta de médicos o enfermeras, sino por ausencia de visión y liderazgo. Por ausencia de estadistas.

El ejemplo más claro de pensamiento de altura fue la abolición del ejército en 1948, decisión impulsada por José Figueres Ferrer. Apostar por la educación y la salud en lugar de cuarteles y fusiles fue una muestra de inteligencia, valentía y profundo amor por la patria. Ese gesto transformó la identidad nacional y permitió que Costa Rica destinara recursos a construir aulas, hospitales y carreteras en vez de tanques.  Fue una decisión de estadistas, no de oportunistas.

Hoy, en cambio, lo que tenemos es un circo. Y digo circo de colores porque en él participan todos los partidos, sin excepción. Un espectáculo donde cada quien defiende su parcela, su diputación, su salario o su minuto de micrófono, pero casi nadie defiende un ideal de país.

Ya no hay debates de fondo, ni centros de pensamiento político, ni propuestas que miren más allá del próximo período electoral. Solo hay ruido, manipulación y promesas vacías.

Los partidos se han vuelto fábricas de egos y no de ideas. Sus miembros no aspiran a transformar la nación, sino a asegurar una curul. Y así, mientras unos se entretienen en el circo de Zapote, el país se desangra en los hospitales, en las aulas y en las calles.

Cuando personas de otros países observan a Costa Rica y se preguntan por qué este pequeño país logró avances tan significativos en educación, salud, estabilidad y democracia, la respuesta no está en la suerte. Está en nuestra historia. Lo hicimos cuando teníamos estadistas.

Pero ese legado se nos escapa entre las manos. El sistema educativo que fue orgullo nacional hoy sufre abandono y desdén. La Caja, símbolo de equidad, sobrevive entre colapsos y listas de espera.

La institucionalidad, otrora ejemplo regional, se desvanece entre el ruido político, la polarización y la mediocridad.

Y ahora que Costa Rica entra de nuevo en un proceso electoral, debemos recordar que la democracia no se sostiene sola. Debemos, con orgullo y valentía, defender al Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), institución que ha garantizado la pureza electoral y la estabilidad democrática durante casi ocho décadas.

El TSE no solo cuenta votos; cuida la voluntad popular, preserva la paz y da sentido a nuestra convivencia cívica. Defenderlo hoy es un acto de patriotismo, no de partido. Es honrar el legado de quienes construyeron este país con visión y decencia.

Costa Rica necesita volver a pensar en grande. Necesita recuperar la altura moral, la serenidad y la visión de país que caracterizó a sus mejores líderes.

No necesitamos más gerentes del poder, necesitamos estadistas. De esos que siembran futuro, aunque no les toque cosecharlo.

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