Defender la libertad y la dignidad de elegir, mientras aún estamos a tiempo.

La historia siempre llega disfrazada de presente. Y muchas veces, cuando nos creemos inmunes al pasado, es justo ahí cuando comienza a repetirse. Costa Rica vive hoy una hora decisiva. La democracia que nos ha costado tanto construir, la misma que resistió golpes y desigualdades, está siendo despojada lentamente, no por la fuerza de las armas, sino por la seducción del poder y el cansancio de una ciudadanía confundida.

No son las revoluciones ni los golpes los que amenazan a las democracias modernas: son los discursos que prometen orden a cambio de obediencia, eficacia a cambio de silencio, y patria a cambio de sumisión. Lo hemos visto una y otra vez a lo largo de la historia humana.

Durante la conquista, la cruz fue el emblema de una fe que justificó la esclavitud, la muerte y la destrucción de pueblos enteros en nombre de una “civilización superior”. La religión, como luego las ideologías políticas, se convirtió en la máscara moral de la dominación. En nombre de Dios se quemaron miles por pensar diferente, se expropiaron tierras y se humilló a pueblos que aún hoy resisten.

Los dogmas, ya sean de púlpito o de partido, terminan siempre igual: reprimiendo al disidente. Lo mismo hicieron los imperios religiosos que las dictaduras del siglo XX. Stalin construyó la modernidad soviética sobre millones de cadáveres; Hitler transformó la frustración de un pueblo en odio racial; Pinochet en Chile y Videla en Argentina asesinaron a quienes solo pedían justicia social; Ortega traicionó la revolución que lo llevó al poder eliminando al dictador de turno, pero termino encarcelando a sus compañeros de lucha.

Y en Medio Oriente, Netanyahu ha convertido el dolor de su pueblo en justificación de una violencia que no todo Israel aprueba, mientras en los regímenes más extremos del mundo musulmán la mujer, la madre, la fuente misma de la vida, sigue siendo reducida a la sombra de la sumisión.

Estos ejemplos no son anécdotas del pasado ni distantes geográficamente. Son advertencias que hoy resuenan en nuestra propia casa. Porque cada vez que un gobernante pretende debilitar la Contraloría, someter al Poder Judicial o controlar el Parlamento, abre la puerta al mismo patrón autoritario que destruyó repúblicas enteras.

Costa Rica, que se enorgullece de su democracia nacida en 1948, se enfrenta hoy a la tentación de quienes anhelan concentrar el poder, eliminar los contrapesos y amordazar las voces críticas. Lo hacen invocando la “eficiencia” y el “orden”, las mismas palabras con que otros destruyeron libertades antes de que la sociedad reaccionara.

La historia demuestra que las democracias no mueren de un solo golpe: mueren de pequeñas concesiones. Primero se normaliza el insulto al periodismo, luego se descalifica a los jueces, más tarde se manipulan las instituciones de control y, cuando el ciudadano quiere reclamar, ya no hay dónde hacerlo.

La manipulación, la mentira y el desprecio por el pensamiento crítico son los virus de esta época. Las redes sociales, ese ágora global que podía democratizar la palabra,  se han convertido en instrumentos para fabricar percepciones, dividir familias y sustituir la verdad por el espectáculo. Y mientras tanto, los verdaderos problemas, la pobreza, la desigualdad, la pérdida ambiental, el abandono educativo,  siguen sin atenderse.

No podemos justificar la represión con la excusa de las “buenas intenciones”, ni de izquierda ni de derecha, ni religiosa ni laica. No se puede predicar justicia social desde la censura, ni construir libertad desde el miedo.

Lo que está en juego no es un gobierno ni una elección: es la cultura política que heredarán nuestros hijos. Y esa cultura se defiende con educación, con pensamiento crítico, con participación ciudadana y con respeto absoluto a la diversidad de ideas.

Chile, con el liderazgo joven y digno de Gabriel Boric, está intentando reabrir las puertas del diálogo, avanzar hacia un país más justo sin renunciar a la libertad. Ese es el camino: aprender de los errores, no repetirlos.

Porque toda república sana necesita de ciudadanos que piensen, no de seguidores que aplaudan. La libertad, la justicia y la paz no nacen del control ni del miedo, sino de la reflexión, del amor por la verdad y de la valentía de quienes se niegan a callar.

La última frontera de la democracia costarricense no está en sus leyes ni en sus instituciones: está en la conciencia de su pueblo. Si renunciamos a pensar, a cuestionar y a exigir rendición de cuentas, nadie tendrá que arrebatarnos la libertad: se la habremos entregado nosotros mismos.

Que esta sea la hora de abrir los ojos, no de cerrarlos. La historia aún puede escribirse de nuevo, “con la tinta de la dignidad”, la justicia y la esperanza.

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