Recientemente conocimos un caso de supuesta agresión sexual entre dos hombres, uno de ellos de alto rango político en la actualidad y el otro, un joven mayor de edad; ambos comunicadores. Las autoridades se encargarán de definir si la acusación procede, prospera, es legítima o no.
El artículo que usted está próximo a leer no pretende emitir ningún juicio de fondo, más que el intrínseco en el derecho de la víctima a proteger su identidad.
En Costa Rica no existe disposición legal específica sobre la necesidad de un anonimato absoluto; tampoco hay normas específicas en el Código Penal que digan: “la publicación de la identidad de la víctima es sancionada en todos los casos de abuso sexual”, aunque sí se manejan protocolos. Vale la pena cuestionarse si deberían ser más rigurosos los procedimientos, en vista de que la moral de cada quien, no parece ser un juez fidedigno.
Es imperativo preguntarnos: ¿de qué manera podemos esperar que eventuales víctimas de distintas agresiones procedan a denunciarlas si, desde el más alto nivel, se legitima la exposición innecesaria, incluso durante un caso en investigación?
La importancia de proteger la identidad de una víctima de posible abuso sexual o violación radica, sobre todo, en la protección de este ser humano, su dignidad y privacidad; además, los protocolos en este tipo de casos pretenden evitar, a toda costa, la revictimización de quienes, con miedo e inseguridades, acuden a las autoridades en busca de justicia.
Las personas víctimas de abusos de diversas índoles pueden sufrir un trauma adicional al ser expuestas públicamente e incluso desistir de su denuncia al verse coaccionadas por una exposición innecesaria, misma que muchas veces proviene de un superior jerárquico o persona con mayor poder adquisitivo.
No debemos dejar de lado que, en la actualidad, las víctimas podrían sufrir una presión adicional en plataformas como redes sociales, juicios de valor e incluso mofas que caen más allá del simple irrespeto. Proteger la identidad ayuda a reducir el riesgo de discriminación, rechazo familiar, laboral o comunitario, pero también evita represalias de parte del posible agresor, su familia o redes criminales.
En contextos de violencia de género o conflictos armados, la protección de la identidad de una eventual víctima puede ser cuestión de vida o muerte.
Si las víctimas confían en que su identidad se mantendrá protegida, es más probable que denuncien. Tanto el Comité CEDAW (ONU) como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han señalado que la confidencialidad es clave para garantizar el derecho de acceso a la justicia en casos de violencia sexual; esto es aplicable tanto para mujeres como para hombres agredidos.
Proteger la identidad de las víctimas no es una concesión: es un derecho que el Estado debe garantizar. La reserva de sus datos no solo resguarda la dignidad individual, sino que fortalece el acceso a la justicia y la confianza en el sistema. Ignorar esta obligación es casi legitimar la impunidad. Si queremos que más voces se atrevan a denunciar, debemos garantizar que nunca más la valentía de hablar sea castigada con una exposición innecesaria.
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