Costa Rica enfrenta un escenario político inédito en el marco de la campaña electoral de 2026. Si bien el país ha sido históricamente reconocido por su compromiso con los derechos humanos y por un modelo democrático respetuoso de las garantías fundamentales, emergen señales de un cambio discursivo preocupante, el avance del populismo punitivo como recurso de captación electoral. Este fenómeno, conceptualizado por Anthony Bottoms (1995) como la tendencia a endurecer el sistema penal para obtener apoyo popular, se manifiesta mediante propuestas que trasladan el eje del debate público desde la evidencia técnica hacia la emocionalidad del miedo.

Tal como advierte David Garland (2001), el populismo punitivo surge en contextos donde los liderazgos políticos encuentran en el castigo una vía rápida para transmitir autoridad, aunque ello implique sacrificar racionalidad jurídica en favor de la percepción de control. Loïc Wacquant (2009) profundiza aún más en esta lógica al sostener que los Estados que renuncian a resolver problemas sociales fortalecen su brazo penal, sustituyendo la inversión en cohesión por expansión carcelaria. La seguridad, en lugar de ser un derecho estructurado desde la prevención y la igualdad, se convierte en una mercancía simbólica que promete orden a cambio de derechos.

En el contexto costarricense, comienzan a plantearse iniciativas como la construcción de megacárceles, la restricción de beneficios penitenciarios, la flexibilización del debido proceso para agilizar condenas o la perdida de garantías individuales. Aunque estas propuestas pueden resultar atractivas ante el aumento de la criminalidad, implican riesgos constitucionales graves. El artículo 37 de la Constitución Política garantiza la libertad personal, mientras que el artículo 39 consagra el debido proceso como límite infranqueable al poder punitivo del Estado. Incluso en situaciones de alarma social, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido en el caso Baena Ricardo y otros vs. Panamá (2001) que la seguridad no puede ser invocada como pretexto para sacrificar la tutela judicial efectiva.

Uno de los aspectos más peligrosos del populismo punitivo radica en la construcción de “enemigos funcionales”. Günther Jakobs (1999) denomina a este enfoque “derecho penal del enemigo”, donde el castigo deja de dirigirse a conductas para recaer sobre identidades. En este tipo de narrativa, la delincuencia no se analiza como fenómeno complejo vinculado a factores estructurales, sino como una amenaza personificada en jóvenes empobrecidos, personas migrantes o habitantes de territorios históricamente excluidos. Ello abre paso a políticas que criminalizan la pobreza bajo el disfraz de proteger el orden.

La premisa de que los recortes de garantías se aplicarán únicamente a quienes "se lo merecen" es, además de moralmente cuestionable, jurídicamente falsa. La historia demuestra que cuando el Estado restringe derechos fundamentales, esas limitaciones rara vez permanecen contenidas. Se expanden hacia el conjunto de la ciudadanía, habilitando detenciones arbitrarias, abusos policiales y mecanismos de control social que pueden ser utilizados incluso contra la protesta o la disidencia. Convertir los derechos en privilegios condicionados equivale a desnaturalizar su esencia democrática, si las garantías dejan de ser universales, ninguna persona queda realmente protegida.

Apostar por el castigo como bandera electoral puede ofrecer réditos inmediatos, pero no resuelve las causas estructurales de la violencia. Las políticas centradas únicamente en endurecer penas o construir cárceles han demostrado ser ineficaces para reducir el delito, mientras que sí generan hacinamiento, reincidencia y fractura social. Wacquant (2009) lo sintetiza con claridad, los Estados que priorizan el encierro sobre la inclusión no se vuelven más seguros, sino más desiguales.

Costa Rica se encuentra, por tanto, ante una encrucijada crucial. Defender el Estado de derecho no significa negar la existencia de la criminalidad, sino evitar que el miedo sea instrumentalizado para justificar la erosión de principios fundamentales. La seguridad no puede construirse a costa de los derechos humanos, porque sin derechos no existe seguridad sino dominación.

Mantener límites al poder punitivo del Estado es un acto de responsabilidad institucional y democrática. Si los derechos se convierten en parte del botín electoral, lo que estará en disputa no será solo una elección, sino la vigencia misma del pacto jurídico que sostiene la convivencia republicana. Frente al avance del populismo punitivo, la mayor muestra de fortaleza democrática es recordar que la justicia no se afirma con más castigo, sino con más garantías.

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