Hace unas semanas participé en un ciclo de conversaciones con colegas de distintos países, donde había personas de Chile, Colombia, Argentina, Angola y Corea del Sur. El tema que nos reunió fue el mismo que hoy atraviesa a universidades en todo el mundo: el uso de la inteligencia artificial (IA) en la educación superior. Al inicio parecía un intercambio de experiencias prácticas, pero pronto se transformó en un debate más profundo. Cada uno relataba casos de sus propias aulas, y aunque los contextos eran diversos, la conclusión fue coincidente: la IA está transformando el paisaje académico, pero todavía no sabemos con certeza hasta donde es una evolución auténtica del conocimiento y en que momento puede convertirse en una frontera que difumine la reflexión crítica.
En Chile, una profesora contaba como sus estudiantes de Trabajo Social, elaboraban planes de atención en campo con ayuda de ChatGPT. El producto final era atractivo, bien estructurado y aparentemente innovador, pero en el momento de exponerlo en el aula quedaban al descubierto vacíos conceptuales significativos.
Desde Angola, una colega relataba una realidad muy distinta: la IA no es un recurso universal, pues solo quienes tienen buena conectividad logran experimentar con ella, ampliando aún más la brecha educativa.
En Argentina y Colombia, la preocupación era otra: la facilidad con la que los estudiantes presentan trabajos impecables, aunque en muchos casos no pueden defender la autoría ni explicar el proceso que los condujo al resultado.
Finalmente, desde Corea del Sur, un profesor comentaba que sus alumnos de ingeniería utilizan algoritmos para optimizar proyectos, pero la velocidad de la máquina supera su propia capacidad de comprender las bases teóricas.
Al escuchar estas historias comprendí que las preguntas que me hago en mi aula no son distintas de las que inquietan a mis colegas. La IA nos deslumbra con su eficiencia, pero al mismo tiempo nos enfrenta a dilemas que trascienden lo meramente técnico. Uno de ellos es la creciente dependencia cognitiva: cuando el estudiante se acostumbra a delegar en la máquina la búsqueda de respuestas, se debilita el esfuerzo de construir pensamiento crítico. El aprendizaje corre el riesgo de confundirse con la simple capacidad de “obtener un resultado”, olvidando que educar implica también dudar, cuestionar y argumentar.
Otro aspecto es la desigualdad de acceso. La IA no llega de manera homogénea a todas las aulas y mientras en algunos lugares se avanza hacia modelos de aprendizaje híbridos y altamente personalizados, en otros apenas se dispone de recursos mínimos para conectarse. La consecuencia es evidente: la tecnología, lejos de democratizar el conocimiento, puede profundizar la exclusión si no se acompaña de políticas institucionales que equilibren las condiciones.
También emerge con fuerza la inquietud sobre la integridad académica. Cuando una máquina puede redactar un ensayo, resolver un problema complejo o incluso generar propuestas de investigación, ¿Qué valor tiene la producción individual del estudiante? No se trata de prohibir el uso de IA —algo imposible en la práctica—, sino de repensar nuestras formas de evaluación. Tal vez el desafío esté en privilegiar procesos más que productos, en valorar la capacidad de reflexionar sobre el camino seguido y no solo en calificar el resultado final.
Por último y a la luz de lo expuesto en estas líneas; me surge una pregunta que atraviesa todas estas reflexiones: ¿Qué lugar ocupa el docente? Existe un temor latente de ser desplazado por la máquina, de reducir nuestro rol a simples facilitadores tecnológicos. Pero en realidad, la IA pone en evidencia la importancia de lo que ninguna máquina puede reemplazar: la experiencia humana, la orientación ética y la capacidad de contextualizar el conocimiento. Nuestro papel no es competir con la velocidad de respuesta de la IA, sino acompañar al estudiante en el ejercicio de comprender, relacionar y cuestionar.
Después de escuchar a mis colegas y de observar a mis propios estudiantes, me atrevo a concluir que la verdadera evolución académica no radica en la herramienta en sí, sino en la manera en que decidimos integrarla en la vida universitaria. La IA puede ser una aliada para enriquecer el aprendizaje, pero también un atajo que empobrece la formación. Todo depende de como asumamos, como docentes y como instituciones, la responsabilidad de guiar su uso.
La pregunta que resonó en cada una de las conversaciones sigue vigente: ¿Hasta dónde es esto una evolución académica? Tal vez la respuesta no esté en la promesa tecnológica, sino en nuestra capacidad de mantener en el centro lo esencial: la educación como experiencia humana, crítica y transformadora.
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