Vivimos tiempos complejos. Eso no es nuevo. Cada época ha estado atravesada por la tensión entre el pasado, lo dado y lo por venir.

En esa tensión, el presente parece diluirse, aunque es precisamente él quien exige ser interpretado y explicado por las disciplinas dedicadas a leer la realidad social. La sociología, entre ellas, ha hecho de la realidad social su objeto de estudio, buscando comprenderla sin perder de vista sus raíces históricas ni sus horizontes posibles.

Hoy, uno de los debates éticos más visibles en el mundo académico gira en torno a la relación entre la academia y la inteligencia artificial. Se discute su impacto en la enseñanza, la investigación y la producción del conocimiento. Sin embargo, quienes hemos transitado por la institución universitaria observamos con preocupación cómo criterios básicos de la convivencia intelectual, rigurosidad argumentativa, construcción de conclusiones a partir de premisas sólidas, la búsqueda de la verdad como principio utópico que inspira la vida académica, parecen ceder terreno ante una fascinación acrítica por la técnica. Y aunque la tecnología ocupa un lugar importante en la producción de conocimiento, la tarea esencial de la academia sigue siendo la explicación científica, la creación estética, la argumentación filosófica y la elaboración conceptual sobre las cuales se sustenta toda explicación, independientemente de su modelo lógico.

Esa misma necesidad de lectura crítica se vuelve indispensable cuando observamos la deriva política nacional. No se trata de episodios aislados, sino de síntomas de un deterioro institucional profundo. Recientemente, el Partido Liberación Nacional, en la figura del presidente de la Asamblea Legislativa, ha hecho su propia interpretación de la Constitución Política para impedir la renuncia del vicepresidente de la República. No es un gesto menor: bajo esa lógica, la patronal sería ahora quien deba autorizarnos a renunciar, trasladando a la esfera laboral una lógica de sujeción incompatible con derechos fundamentales.

Ya antes se nos había degradado de “trabajadores” a “colaboradores”, en un intento por erosionar las conquistas laborales alcanzadas a lo largo de nuestra historia. Hoy, en un movimiento político que busca frenar el avance de un descontento social que ha identificado en el PLN a un adversario común, una de las figuras más representativas de ese partido intenta, en medio de su inminente debacle política, obstaculizar una renuncia que le resulta incómoda.

La institucionalidad, secuestrada durante décadas por la clase política que este partido en decadencia representa, vuelve a exhibirse como instrumento de preservación de privilegios. Si las y los trabajadores no podemos renunciar cuando así lo decidamos, ¿seguimos hablando de empleo o de esclavitud? La historia no es ajena a esta pregunta: la familia Sánchez, como documenta Samuel Stone en La dinastía de los conquistadores, hunde sus raíces en la Colonia, acumulando poder y riqueza sin que la independencia ni la república pusieran en cuestión esa herencia. La desigualdad estructural que nació con la hacienda colonial sobrevivió a guerras, reformas y constituciones. Ese es el poder de los dos hermanos a quienes, a la vista de todas y todos, no les aplican los mismos criterios, leyes y normas que al resto de la ciudadanía costarricense.

Rodrigo Arias y el grupo político en decadencia al que pertenece, puede creerse heredero natural de aquel dominio colonial, pero otra cosa muy distinta es lograr imponerlo en el 2025 como lo logró con su hermano en el 2007. Hoy, su poder debilitado se muestra sin el blindaje de antaño, expuesto ante una ciudadanía cada vez más consciente de la desigualdad y del uso político de las instituciones en beneficio de unos pocos. En pocos días presenciaremos un golpe simbólico a ese poder: el Palacio de los Deportes, construido con fondos públicos, dejará, por fin, de llevar el nombre del mayor de los hermanos.

El último episodio, “La inmunidad del presidente”, es otra muestra de esa desconexión con la realidad social. Ni el partido en decadencia en el que milita el heredero de la Colonia, ni las instituciones bajo su control parecen entender las implicaciones sociales y políticas de sus actos. Hace meses, el exmagistrado del Tribunal Supremo de Elecciones, Luis Antonio Sobrado, advirtió que las elecciones de 2026 podrían ser “violentas”. Sus palabras resuenan hoy con fuerza, al constatar hasta dónde está dispuesta a llegar una agrupación política en decadencia para preservar lo que queda de su poder.

No pretendo ser alarmista, pero es difícil ignorar la respuesta cuando se tienen dos dedos de frente. ¿Cuántos diputados logrará la presidenta Laura Fernández? La respuesta no dependerá necesariamente de su mérito, sino de la desesperación de una agrupación política en decadencia que, haciendo uso de la institucionalidad, no logra ocultar su hedor a derrumbe.

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