Muy a menudo me topo con comentarios del tipo: “esa gente se roba la plata y no hace nada”, “deberíamos quitar varios de esos que tienen un salario altísimo”, “la Asamblea Legislativa es una pérdida de tiempo”, “los diputados no me representan”. Todos estos comentarios tienen su fundamento y no son del todo descabellados. Sin embargo, permítanme ser abogado del diablo y defender, brevemente, a esas diputaciones que pasan por la Asamblea Legislativa sin pena ni gloria —porque para eso al menos hay que intentar hacer algo—. Y lo hago porque creo que el parlamento está excesivamente cargado de temas.
Ejercer una diputación no es sencillo; es una labor ardua y compleja (para quienes la asumen con seriedad), y, aun así, es casi imposible obtener aprobación general. Para desempeñarla eficazmente se requieren tres pilares: legislar, comunicar y ejercer control político:
- Legislar no es simplemente votar o asistir a comisiones; es, ante todo, proponer leyes que respondan a las verdaderas necesidades sociales. Es la forma más efectiva de canalizar las demandas colectivas, que van mucho más allá de presentar un proyecto cada vez que surge una situación mediática. Legislar con responsabilidad implica pensar en soluciones estructurales que impulsen cambios reales para mejorar el país.
- Comunicar implica diálogo, entendimiento y apertura con distintos sectores. Es “tender puentes” y buscar consensos, no confrontaciones. Nuestra Constitución lo establece al definirse como una República democrática, multiétnica y pluricultural. La democracia exige negociar, no imponer.
- El control político, en cambio, suele pasar desapercibido, en parte porque ha sido mal aprovechado. Es la facultad que tienen los diputados para fiscalizar al Estado, investigar, cuestionar y obtener información relevante. Su propósito es rendir cuentas a la ciudadanía, garantizando transparencia.
Estos tres pilares, en líneas generales, son profundamente complejos. Y a ellos se suma todo lo que implica ejercerlos con responsabilidad: los proyectos de ley no se redactan solos, el control político requiere investigación y estrategia, la comunicación con sectores es desafiante, y alcanzar acuerdos lo es aún más. A eso se añade revisar el trabajo de otros diputados y otros órganos del Estado, asistir a múltiples comisiones y mantenerse al día con una agenda legislativa saturada. Por ello, el trabajo termina siendo abrumador, y ahí es donde entran las personas asesoras —quienes popularmente se dice que legislan—, figuras clave para que las personas diputadas puedan cumplir con sus funciones de manera efectiva.
Ahora bien, sacándome el saco de defensor, debo admitir que muchas personas diputadas hacen dos cosas: nada y no ir. Y aquí aparece otro problema: para la ciudadanía es difícil seguir de cerca el trabajo de cada diputación. Incluso para alguien como yo, que disfruta mucho observar el quehacer legislativo, me resulta imposible conocer a fondo lo que hace cada una. Ahora imaginemos a una persona común, que apenas ve un noticiero o lo que le aparece en redes sociales… ¿cómo enterarse del trabajo de Juan de Cavallón en el plenario?
Sobre ello, a veces, ciertos nombres parecen tan lejanos como Juan de Cavallón —que, por cierto, no es diputado, sino quien nos conquistó allá por el siglo XVI— pero ese es justamente el punto: hay figuras legislativas que, en términos de presencia y relevancia pública, son casi fantasmas.
Y es justo ahí donde entra la pregunta de si faltan o sobran diputados. Porque si muchos apenas se hacen notar —o ni siquiera asisten—, la idea de reducir la cantidad puede parecer lógica. Pero también podríamos preguntarnos si el problema es de cantidad o de calidad, o incluso de estructura. ¿Necesitamos menos curules o mejor fiscalización? ¿Más diputados que trabajen o menos que estorben? El debate no es tan simple como sumar o restar escaños; requiere pensar en cómo lograr una Asamblea Legislativa que verdaderamente funcione y represente.
Actualmente, la forma en que se distribuyen los escaños —según el sistema proporcional del artículo 106 de la Constitución— implica que hay un diputado por cada 88.494,68 personas. Eso es muchísimo. Resulta extremadamente difícil que una sola diputación logre representar de forma efectiva a semejante cantidad de ciudadanos. Y más aún cuando, con frecuencia, se cuestiona si realmente legislan en favor del bien común o si responden a intereses ocultos con gran poder económico.
Entonces, ¿a qué voy con todo esto? ¿Cómo creo que se resuelve? Tengo dos propuestas que, aunque no son nuevas, me parecen urgentes:
Les comparto como referencia esta nota de Delfino.cr sobre la cantidad de diputaciones por país en América. A partir de ella, hice un ejercicio sencillo: calcular cuántas personas representa cada diputación en países con una población similar a la nuestra (hasta 10 millones de habitantes), para establecer un parámetro comparativo.
A partir de estos datos, el promedio general es de una diputación por cada 50.466 personas. Si Costa Rica adoptara ese estándar, deberíamos tener aproximadamente 99 diputaciones, no 57 como ahora. Esto podría mejorar significativamente la representatividad y la cercanía con la ciudadanía. Es más real pensar que una persona representa a 50.000 que a casi 90.000.
El otro gran problema es la saturación de comisiones en la Asamblea. Muchas veces un tema puede encajar en varias comisiones, lo que genera duplicidad, confusión y retrasos. Además, las sesiones se ven afectadas por el cruce de agendas: una diputación que pertenece a la comisión A también está en la comisión B, y no puede asistir a ambas.
La solución más lógica sería reorganizar y agrupar comisiones, haciéndolas más funcionales. Y con un mayor número de diputaciones, estas podrían distribuirse mejor entre las comisiones, logrando mayor especialización y eficiencia en el trabajo legislativo.
En conclusión, a partir de un análisis sencillo pero revelador, se hace evidente que en Costa Rica hay una profunda desproporción entre la cantidad de personas y la cantidad de diputaciones disponibles para representarlas. Esto no solo limita la eficacia del trabajo legislativo, sino que también contribuye al creciente sentimiento de desconexión, frustración y desconfianza que la ciudadanía manifiesta hacia el parlamento.
La baja representatividad genera una Asamblea distante, que muchas veces parece hablar un idioma ajeno a las preocupaciones reales de la gente. Esto no solo erosiona la legitimidad institucional, sino que alimenta narrativas peligrosas sobre la inutilidad del sistema democrático.
Aumentar la cantidad de diputaciones no implica inflar la burocracia, como algunos podrían pensar, sino reducir la distancia entre el poder político y la ciudadanía, diversificar las voces presentes en el plenario y distribuir mejor el trabajo legislativo. De igual forma, simplificar y reorganizar las comisiones permitiría un funcionamiento más ágil y menos fragmentado del Congreso, evitando el actual caos de agendas cruzadas y temas duplicados.
Cierro con una breve reflexión: en un mundo tan diverso —con tantas posturas, ideologías, creencias y agendas— resulta ingenuo, por no decir risible, pensar que una sola idea puede representar a todas, o que una sola persona pueda velar por los intereses de todo un país: se necesitan voces en todas partes y desde cada trinchera habida y por haber. La representación real exige pluralidad, cercanía y diversidad de voces. Y eso simplemente no es posible con una estructura que concentra tanto en tan pocos.
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