Era un día cualquiera del año 2000, uno de tantos en que la adolescencia transcurría entre rutinas simples y afectos hondos. Abría los ojos con la certeza de que era hora de ir al colegio. Cursaba cuarto año.
“Ya es hora”, decía mi madre desde la cocina, mientras un reloj despertador —de esos que hoy solo habitan en la memoria— me traía de regreso al mundo. A esa hora la radio estaba sintonizada en Radio Reloj y, con el “Ave María” de fondo, me dirigía al baño para empezar el día. Luego, bien peinado, camisa por dentro y zapatos debidamente lustrados, salía a comprar el pan, envuelto en el frescor de la mañana cartaginesa.
Al regresar, el aroma a café chorreado me inundaba, del jarro de lata, ya colocado en la mesa, salía ese humo aromático. Dos huevos con tomate, picadillo de papa o pan eran mi primera comida del día. “Dele gracias a Dios que se puede ir desayunado”, me recordaba mi mamá con ese tono que mezclaba amor y firmeza, como quien siembra en tierra fértil una lección que solo con los años termina de florecer. No era mi comida preferida, pero sabía a hogar. Cada sábado buscábamos juntos el tomate criollo y la papa, que no faltaban en la feria del agricultor de San Rafael de Oreamuno.
Hoy, veinticinco años después, seguimos yendo juntos a la feria, como un ritual que el tiempo no ha logrado borrar. Ella, con su mirada entrenada por los años y el corazón atento, descarta los tomates perfectos. “Vamos a otro puesto. Este tomate de aquí es de los bonitos que no saben a nada”, sentencia con convicción.
Nos detenemos frente al puesto de doña Luisa, una cartaginesa de manos curtidas y alma generosa que vende tomates "feos": irregulares, con algún piquete, pequeños. Pero rojos como el fuego, jugosos y llenos de sabor. “Pase, venga, a mil el kilo, está barato, pura calidad”, nos dice con esa amabilidad antigua que ya no se encuentra fácilmente. Ella representa la esencia del agricultor de nuestra tierra: honrado, trabajador, abnegado, humilde y generoso. Personas así deberían abundar en este mundo.
La feria es más que un mercado. Es un rincón donde se respira memoria. Allí vuelvo a ser niño: a saborear lo sencillo, a mirar con los ojos de antes. Entre pasillos de frutas, verduras y gritos cálidos, uno recuerda quién es y de dónde viene.
“Vea, aquí a la par la papa es buena; es feíta, pero buenísima”, murmura mi madre, como quien comparte un secreto. La papa es humilde pero esencial, sencilla pero con una riqueza inmensa, nacida en las entrañas fértiles de nuestra provincia, al abrigo silencioso de los colosos cartagineses: el Irazú y el Turrialba.
En marzo de este año, el gobierno levantó la restricción para importar papa fresca desde Estados Unidos, una medida que estuvo vigente desde 2012, por el riesgo de plagas. A la fecha, ni el Ministerio de Agricultura y Ganadería ni el Servicio Fitosanitario del Estado han presentado un análisis técnico que respalde esa decisión. Y en un país donde ya se han flexibilizado los límites de la presencia de pesticidas en el agua potable, esta noticia parece una herida abierta más, entre tantas otras.
Mientras tanto, los productores de Cartago y otras regiones como Zarcero levantan la voz, denunciando con creciente preocupación que les pagan apenas 300 colones por quintal de papa, una cifra que ni siquiera alcanza para cubrir los costos de producción.
En un sistema en el que las políticas poco claras pesan más que el trabajo honesto, los pequeños agricultores ven como sus sacrificios se traducen en migajas. Esta situación refleja la vulnerabilidad y la desigualdad que enfrentan quienes cultivan la tierra con esfuerzo y dedicación, y no solo pone en riesgo la economía local, sino que amenaza además el futuro de una tradición agrícola que es parte esencial de nuestra identidad y memoria colectiva.
Yo sigo eligiendo los tomates y las papas feas. Me rehúso a caer en el embrujo de las verduras y frutas perfectas del supermercado. Me alejo de las manzanas brillantes sin alma, de las naranjas y mandarinas impecables pero sin sabor. Prefiero los tomates con cicatrices, las papas pequeñas, los sabores verdaderos. Prefiero, sobre todo, el legado de nuestra gente: esa que siembra con las manos y alimenta con el corazón.
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