En el corazón de San José, Costa Rica, frente al Banco Central, se alza una escultura que muchos miran, pero pocos observan: “Los Presentes”, del escultor Fernando Calvo, inaugurada en 1989. Nueve figuras de campesinos, firmes e inmutables que nos miran desde el bronce con una seriedad que incomoda. No están ahí para adornar la ciudad, están para recordarnos o gritarnos, si hiciera falta, que la tierra tiene memoria y que el agricultor, aún silenciado, está presente.

Esta obra no solo rinde homenaje al campesinado costarricense; también advierte sobre un país que invisibiliza a quienes lo alimentan. Hoy, más de tres décadas después de su instalación, “Los Presentes” cobra un nuevo y urgente significado: el drama del agro nacional frente a políticas que lo empujan al borde del colapso.

Mientras se proclama soberanía alimentaria desde los estrados oficiales, se autoriza la importación masiva de productos sensibles como la cebolla, la papa y el arroz. En 2024, el Ministerio de Economía aprobó más de 600 solicitudes de importación de cebolla —nueve millones de kilos—, cuando la demanda nacional no supera los tres millones. El resultado: un mercado saturado, precios ruinosos en finca, pérdidas millonarias, lotes podridos y agricultores quebrados. Todo mientras el precio al consumidor se mantiene alto. Con todo esto, no ganó el agricultor y tampoco la familia costarricense.

La papa es el tubérculo más consumido del país. La cebolla es un condimento esencial y de uso cotidiano. Según datos del INEC y el MAG, el consumo anual per cápita de papa supera los 30 kg, y el de cebolla ronda los 12‑15 kg.

Esto productos son importantes en la economía rural porque generan cientos de empleos directos e indirectos en regiones productoras principalmente en Cartago y Zarcero, así como otras zonas del país. Estos cultivos contribuyen en mantener el arraigo de las familias en el campo e impulsan la actividad económica de pequeñas y medianas fincas. Activan cadenas de valor: desde semilleristas, empacadores y transportistas, hasta comercio en ferias del agricultor y mercados regionales. Además, la agricultura emplea alrededor del 11–13 % de la fuerza laboral del país, especialmente en zonas rurales.

La actual importación desmedida de papa y cebolla es una bomba de tiempo para el campo costarricense. Ataca al productor, no beneficia al consumidor, debilita la economía rural y pone en riesgo la seguridad alimentaria.

No se trata de cerrarse al comercio. Se trata de equilibrar el modelo de la oferta y la demanda: que se importe lo que realmente se necesita, con control, con justicia y sin destruir lo que ya tenemos.

Por otra parte, la mal llamada “Ruta del Arroz” no fue una ruta, fue una emboscada. Bajo el discurso populista de bajar el precio al consumidor, el gobierno de turno desmanteló en tiempo récord uno de los pilares de la producción nacional. La dependencia de importaciones aumentó del 61 % al 85% del consumo. Generó una reducción significativa de las áreas de siembra, a febrero de 2025, la superficie activa se estimaba en 14 020 hectáreas, es decir, 21 297 hectáreas menos que en 2021‑2022 (‑60 %). Regiones clave como Chorotega, Pacífico Central, Brunca, Huetar Norte y Atlántica presentaron caídas entre ‑58 y ‑86 % en área sembrada. Más del 40 % de los productores de arroz desaparecieron en menos de dos años. Algunos quebraron, otros abandonaron el cultivo. Así es como el arroz, alimento básico del 90 % de los hogares costarricense, pasó de ser una ficha de especulación comercial para unos pocos.

Con la “Ruta del Arroz” no se logró el objetivo de reducir sosteniblemente el precio del arroz para el consumidor costarricense. La medida fracasó en su promesa central: beneficiar a la población con un alimento básico más barato. El supuesto “beneficio” para el consumidor fue marginal, limitado en el tiempo y concentrado en productos importados de baja calidad o mezclas. El consumidor no fue el ganador. El modelo favoreció a los actores más grandes de la cadena comercial, no al ciudadano ni al pequeño productor.

El Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG) tiene la responsabilidad de corregir y de asumir una posición firme, reguladora y protectora, con base en datos económicos y científicos. Se sigue sin resolver algunas zonas de dolor como la subfacturación en aduanas, el impacto del tipo de cambio y la falta de registros comerciales de agroquímicos de última generación.

La falta de regulación efectiva, la ausencia de estudios de impacto y la lenta reacción de las instituciones están desmantelando, por omisión o por diseño, la capacidad nacional de producir alimentos. Y mientras eso ocurre, se ofrece por parte de las autoridades, a modo de parche, una narrativa de modernización tecnológica que, aunque valiosa, es claramente insuficiente. No hay duda sobre el gran potencial de la agricultura de precisión, pero esta debe ser implementada cumpliendo con propósitos productivos, ambientales y sociales.

Modernizar no es solo digitalizar. Modernizar es equilibrar el modelo para que tecnología, comercio y justicia caminen juntos. El agricultor costarricense está listo para innovar, pero también está herido, desplazado y agotado por un sistema que lo está dejando fuera del radar. Si la Agricultura 4.0 no se articula con acciones estructurales, seguirá siendo un barniz moderno sobre una herida abierta.

La escultura “Los Presentes” nos obliga a detenernos y nos pregunta, con mirada firme, si es justo que quienes producen los alimentos del país no puedan alimentar a sus propias familias.

Hoy en Costa Rica, más de 300 000 personas viven gracias a la agricultura familiar (IICA / CNAA). No son figuras de bronce. Son rostros reales, manos que siembran, territorios vivos. Son nuestra raíz productiva y nuestro sustento futuro.

Se debe proteger al agricultor costarricense antes de que lo único que nos quede sea honrar su memoria con estatuas de bronce en monumentos. Porque cuando sus manos dejan de cultivar la tierra, no solo se extinguen los alimentos: se desvanece el alma de un país.

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