Henry Thomas Humbert (Harry) Robinson nació en Costa Rica en 1890, el mismo año en que se inauguró el tren al Atlántico, construido en parte gracias al trabajo de su madre y su padre. Ambos habían llegado al país con la esperanza de trabajar, ahorrar y regresar a St. Kitts, pero ni las circunstancias en St. Kitts eran buenas, ni el trabajo en Costa Rica les permitía ahorrar lo suficiente para regresar. Así que decidieron asentarse en Puerto Limón, donde nació Harry, el único hijo de la pareja.
En 1915, con 25 años, Harry se trasladó a Nueva Orleans, ciudad que recibía regularmente los barcos de la United Fruit Company. La famosa Gran Flota Blanca llevaba bananos hacia Nueva Orleans y regresaba al Caribe con turistas norteamericanos. Harry trabajó en los muelles de la ciudad durante 20 años, hasta que Misses Gaby, su madre, enfermó gravemente. Como hijo único, decidió regresar a Puerto Limón para cuidarla. Era 1936, y sonaba Sing, Sing, Sing (With a Swing) de Benny Goodman en los bares y salones de baile de Nueva Orleans. Ese era el ambiente.
Harry embarcó en uno de los barcos de la Gran Flota Blanca rumbo a Costa Rica, llegando una semana después.
Las cosas no salieron como se habían planeado. Harry desembarcó y como todos los pasajeros, hizo fila en Puerto Limón frente a un oficial costarricense que determinaba, con base en características físicas, quién podía entrar al país y quién no. Esta discriminación no fue casualidad. En 1930, Costa Rica aprobó una ley que establecía el registro obligatorio de extranjeros desembarcados. Desde el inicio, la norma fue diseñada con la clara intención de separar a los “extranjeros distinguidos” de los “extranjeros sospechosos” (Ley de Creación del Registro de Identificación Inmigratoria de 1930).
Cuatro años más tarde, en 1934, el Estado endureció aún más su postura xenófoba: negó visas de entrada a personas de origen afro y ordenó expulsar a ciudadanos chinos. Es más, decretos y leyes prohibían explícitamente su llegada al país, incluso teniendo aquí a sus familias. A Harry no lo dejaron entrar al país en el que había nacido. Era negro, bilingüe, sabía leer y escribir, pero por más que vistiera su mejor traje de lino y fuera educado, simplemente no era suficientemente "distinguido".
Para 1942, la política migratoria se había vuelto abiertamente racista, prohibiendo por completo la inmigración de personas negras y chinas, extendiendo esta exclusión a “sirios”, “gitanos”, delincuentes y personas con enfermedades mentales, agrupados bajo la categoría oficial de “indeseables” (Decreto N.º 4, 26 de abril de 1942).
Este marco legal racista no surgió por casualidad. Desde la segunda mitad del siglo XIX, mientras los gobiernos buscaban atraer inmigrantes y mano de obra para "cultivar la tierra", lo hacían bajo una condición persistente y perversa: que no fueran de la "raza equivocada" —palabras textuales de archivos.
La política migratoria costarricense se construyó sobre tres ideas profundamente arraigadas:
- La creencia de que Costa Rica era, por naturaleza, más europea que sus vecinos centroamericanos.
- La convicción de que los europeos blancos representaban el estándar máximo de civilización, virtud y belleza.
- La ilusión persistente de que ese ideal era alcanzable porque el "tipo costarricense" supuestamente coincidía con rasgos fenotípicos europeos.
Durante décadas, ser costarricense significaba haber nacido en el Valle Central de padres costarricenses o ser un inmigrante blanco; todos los demás quedaban excluidos. El racismo del Valle Central dictaba claramente qué tipo de persona merecía llamarse "costarricense": un blanco, preferiblemente.
Fue una promesa política la que finalmente rompió ese ciclo de exclusión comenzada a mediados del siglo XIX. La Ley No. 836 del 4 de noviembre de 1949 derogó la prohibición de contratar a “gente de color” en las bananeras del Pacífico y les otorgó derechos civiles, políticos y económicos. Esta, a su vez, fue derogada por la Ley No. 1902 del 9 de julio de 1955, en vigor a partir del 16 de julio, denominada "Creación de un servicio para la obtención de documentos de identidad para los ciudadanos que deban proveerse de ellos y opción y naturalización para elementos de nacionalidad extranjera nacidos en la República e hijos costarricenses nacidos fuera del país". Esta legislación fue aprobada pensando en las miles de personas nacidas en Costa Rica de padres antillanos a quienes el Estado no reconocía como ciudadanos. La ley otorgó la nacionalidad costarricense a muchos apátridas, quienes tampoco eran reconocidos en el país de origen de sus padres, por no haber puesto nunca un pie en esa patria heredada.
El 16 de julio de 1955 entró en vigor la Ley 1902. Hace exactamente 70 años, Costa Rica decidió dejar de ser legalmente menos excluyente. Aunque esta medida cumplía una promesa política hecha por Figueres para ganar apoyo durante la revolución, también marcó un paso definitivo hacia una democracia más inclusiva y progresista. Ese día, sin proponérselo directamente, Costa Rica fortaleció su democracia al adoptar como propios tanto a quienes habían nacido en otros países pero que habían dado su vida trabajando aquí, como a quienes, siendo costarricenses de nacimiento, habían sido tratados como extranjeros por ser hijos de inmigrantes.
A Costa Rica le hemos dado forma durante 200 años. En estos dos siglos hemos aprendido que los derechos no son permanentes ni están garantizados; se han tenido que defender constantemente. Así funciona la democracia: en cambios constantes, a veces inciertos y complejos. No es casualidad que Costa Rica sea diversa. Lo es porque, en momentos clave, ha elegido avanzar y otorgar derechos a todos sus habitantes. La democracia, en nuestro caso, no ha sido un accidente, sino una convicción colectiva, afirmada cada vez que ampliamos el círculo de pertenencia y dignidad.
Reitero esta idea: si Costa Rica es diversa, es por decisión —al otorgarle a todos sus habitantes derechos. Si es democrática, lo ha venido siendo por convicción. Nos ha parecido que es la mejor forma de gobierno para el interés común. Quien pretenda legislar restando derechos, limitándolos o tomando partido por filosofías excluyentes o polarizadoras, legisla para sí y los suyos, no para el interés común.
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