Nos encontramos hoy en Niza, reunidos para enfrentar uno de los desafíos más grandes y dolorosos de nuestra historia: el declive irreversible de nuestros océanos. Este encuentro no es un simple foro diplomático; es un grito desesperado de la Tierra, una súplica que no podemos ni debemos ignorar.

Durante los últimos cincuenta años, hemos visto cómo los océanos —que cubren más del 70% de nuestro planeta, que regulan nuestro clima, que alimentan a miles de millones— han sido heridos una y otra vez. Hemos escuchado incontables discursos, firmado compromisos y celebrado conferencias que nos prometían un cambio. Sin embargo, los datos son claros y desgarradores: el avance del deterioro marino no se detiene, la acidificación crece, las pesquerías colapsan, y la contaminación plástica asfixia la vida que ahí habita.

Las acciones positivas que hemos tomado hasta ahora, aunque valiosas, no son suficientes. Son gotas de agua en un océano de destrucción. Son parches temporales en una herida que se abre cada día más. Y si seguimos por este camino, las promesas que hagamos hoy serán solo palabras vacías, que nuestros hijos y nietos recordarán con tristeza y reproche.

Pero esta Cumbre en Niza es una línea de inflexión. Nos obliga a mirar de frente esta realidad cruda y a reconocer que el tiempo para medias tintas terminó. No podemos permitirnos la comodidad del “ya estamos haciendo algo”.

La magnitud del cambio climático y la agresión humana al océano exigen un compromiso audaz, radical y urgente.

Aquí, en este lugar, debemos transformar la desesperanza en acción, la resignación en liderazgo, y la inercia en un movimiento global imparable.

Debemos exigir que al menos el 30% de nuestros océanos sean protegidos de manera efectiva para el 2030, que se eliminen las fuentes principales de contaminación y destrucción, que se promuevan economías azules que no destruyan, sino que sanen. Es imperativo que escuchemos las voces de quienes han vivido en armonía con el mar por siglos: los pueblos indígenas y comunidades costeras, guardianes silenciosos de un equilibrio ancestral.

El océano no es un recurso infinito ni una frontera lejana. Es nuestra casa común, nuestro sustento, el latido profundo de la Tierra. Hoy, más que nunca, debemos decidir si seremos la generación que permitió que esta maravilla natural sucumbiera o la que, con valentía y sabiduría, lo salvó.Que de Niza salga un compromiso tan grande como la inmensidad del mar, tan fuerte como la voluntad de sus olas, y tan eterno como la vida misma que habita en sus profundidades. No hay tiempo que perder.

La historia nos observa. Y el océano, nuestro hogar, nos llama.

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