“Profe, es que a mí la política me da igual… igual, nunca cambia nada.” Esa fue una respuesta que escuché en el colegio, durante una clase de Estudios Sociales. Teníamos 16 años y, como tantos estudiantes de nuestra generación, pasamos por un sistema educativo que hablaba de participación ciudadana, pero no la enseñaba. Los partidos políticos eran cada vez más parecidos, y el país parecía haber olvidado que una ciudadanía crítica no se forma en silencio.

Hoy, años después, la política no ha desaparecido; se ha transformado en espectáculo. Las conferencias del mediodía sustituyeron al debate, el “usted no me interrumpe” al diálogo, y el “pueblo bueno” al ciudadano crítico. En medio de todo esto, una generación entera —la nuestra— ha aprendido que la democracia no le pertenece.

Este artículo es una invitación a preguntarnos cómo llegamos aquí: cómo una democracia sin ejército, que alguna vez fue ejemplo regional, terminó produciendo apatía, desafección y culto a la personalidad. Y, sobre todo, qué papel han jugado la historia, la educación y la juventud en este proceso.

La juventud costarricense no dejó de creer en la política de un día para otro. Fue un proceso lento de pérdida de referentes, de discursos vacíos, de instituciones que dejaron de escuchar. Desde el colapso del bipartidismo, los partidos tradicionales no solo perdieron votos, sino también el vínculo simbólico con nuevas generaciones. Lo que quedó fue una oferta electoral fragmentada, volátil y cada vez más desconectada del lenguaje juvenil.

Los datos lo confirman. En las elecciones de 2022, el abstencionismo superó el 45% en primera ronda, y más del 60% de los jóvenes entre 18 y 25 años no votaron. Fue la participación juvenil más baja registrada desde que existen datos desagregados. El informe del CIEP fue claro: los jóvenes no se sienten representados por ningún partido, ni creen que su voto tenga efecto. No es que estén en contra del sistema, simplemente no encuentran motivos para participar.

Esa desafección no se debe a apatía individual, sino a una crisis estructural de representación. Mientras los partidos se consumían entre escándalos, promesas recicladas y liderazgos intercambiables, el Estado fue dejando a la juventud al margen del pacto social. No hay propuestas pensadas para ellos ni participación significativa más allá del voto. Lo que hay es una ciudadanía excluida de su propia ciudadanía.

Como advirtió Joan Raventós, cuando la democracia pierde su vínculo con quienes representa, se vuelve apenas un ritual sin sustancia. Y eso es lo que muchos jóvenes experimentan hoy: instituciones lejanas, discursos que no interpelan y una clase política que habla para sí misma. En ese vacío, el problema no es solo el silencio. El verdadero peligro es quién se atreve a llenarlo.

Ese terreno quedó listo para un tipo de liderazgo que no necesita partido ni programa, sino micrófono y pantalla. Rodrigo Chaves no inventó el populismo costarricense, pero sí lo llevó a una nueva etapa, una donde la política se hace en vivo y se consume como entretenimiento.

El populismo, en su versión más cruda, funciona con una fórmula sencilla: dividir el mundo en dos. De un lado, el pueblo bueno; del otro, la élite corrupta. Esta narrativa no necesita matices. Necesita un enemigo claro y un líder dispuesto a enfrentarlo sin filtros. Chaves entendió eso desde el inicio. Su discurso no buscó consensos ni proyectos a largo plazo, sino confrontación directa y atención inmediata.

Las conferencias del mediodía, el manejo personal de redes sociales, frases como “yo soy el presidente del pueblo” o “no me importa lo que diga la prensa canalla”, no son improvisaciones. Son parte de una estrategia calculada que ha logrado lo que otros partidos no pudieron: hablarle a los desconectados, a quienes sienten que la política no les representa. Es una comunicación emocional, efectiva y peligrosa.

Peligrosa porque reemplaza el debate por la reacción, el desacuerdo por la humillación pública, y el pluralismo por la obediencia. Y lo más preocupante es que muchos jóvenes —los mismos que no encuentran espacio en los partidos tradicionales— ven en esta figura populista una alternativa real. No porque estén convencidos de sus ideas, sino porque alguien parece hablar en su idioma.

Pero el problema no es solo el personaje. Es que el sistema político y educativo le cedió el espacio. Mientras las aulas callaban y los partidos se repetían a sí mismos, el populismo supo ocupar el silencio con espectáculo.

Mientras la política se convertía en show, la educación miraba desde la gradería. A pesar de los discursos oficiales sobre ciudadanía y democracia, la formación política real —la que enseña a cuestionar, debatir y tomar posición— ha sido relegada en las aulas costarricenses.

Un dato lo dice todo: mientras el plan de Estudios Sociales fue actualizado en 2016 con enfoques críticos, el programa de Educación Cívica no se ha reformado desde 2009. Han pasado más de quince años sin una revisión seria de sus objetivos y métodos. La materia que debería preparar a la juventud para entender el poder y la participación, se ha convertido en una clase de definiciones sueltas y actos cívicos de calendario.

Lo que se ha dejado fuera no es menor. En muchos colegios no se discute historia reciente, ni se habla de movimientos sociales, ni se cuestiona el Estado. El currículo evita conflictos, y al hacerlo, evita también formar pensamiento crítico. ¿Cómo esperar que los estudiantes comprendan la democracia si nunca la han practicado ni discutido en serio?

El Estado de la Educación advierte sobre una pérdida de aprendizajes cívicos y pensamiento crítico, especialmente tras la pandemia. Lo que se vive en muchas aulas no es educación ciudadana, sino administración del silencio. Y mientras tanto, el populismo crece sin que nadie lo nombre.

El problema no es solo lo que se enseña, sino lo que no se enseña. Cuando una generación entera pasa por el sistema educativo sin hablar de derechos humanos, sin debatir modelos de Estado, sin analizar discursos de poder, el resultado no es neutralidad: es vulnerabilidad. Esa vulnerabilidad la aprovechan quienes no quieren ciudadanos, sino seguidores.

Resignarse no es opción. La historia reciente demuestra que la democracia no colapsa de un día para otro. Se desgasta, se vacía de sentido, se convierte en espectáculo. Pero ese proceso puede invertirse si entendemos que la defensa de la democracia también se aprende.

Durante años, el sistema político apostó a que el voto bastaba, mientras que el educativo enseñaba ciudadanía como una lista de fechas. Así, una generación creció sin haber discutido el poder ni practicado el disenso. Esa omisión no es inocente; es una forma de control. La neutralidad pedagógica también es ideológica.

La educación costarricense debe recuperar su papel histórico como herramienta de formación política, no partidaria, sino crítica. Esto no depende solo de reformas curriculares, sino de voluntad colectiva. Formar ciudadanía no es enseñar obediencia, sino invitar al pensamiento. Y eso implica incomodar, debatir, abrir espacio al desacuerdo.

Hoy más que nunca, la docencia tiene una responsabilidad histórica. No basta enseñar qué es la democracia; hay que enseñar por qué importa, cómo se construye y quiénes intentan debilitarla. Porque si seguimos repitiendo que la educación debe ser neutral, mientras crecen el autoritarismo y el cinismo político, estaremos entregando a nuestros estudiantes desarmados al mundo que los espera. La democracia no se pierde con un golpe; se pierde cuando dejamos de enseñarla.

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