¿A quién no le gusta que le hablen bonito? -decía mi abuela. Y es que así es. Los seres humanos somos naturalmente receptivos y altamente sensibles a discursos bien construidos, emocionalmente resonantes y sobre todo, a promesas que nos esperanzan con tener un mejor mañana.

Casualmente es cada cuatro años cuando nuestro país se llena de grandes oradores, discursos que inspirarían al más agnóstico, promesas que parecen ser inquebrantables y sobre todo solemos escuchar de nuestros candidatos un tono de voz que como se dice popularmente “le endulza el oído a cualquiera”.

Es bien sabido que en la política es un requisito imprescindible el tener un buen “discurso”, y no me refiero por discurso a una línea ideológica que promueva con bases y evidencias, sino más bien, a la oratoria. Esa capacidad que tiene el político de expresar las cosas más aberrantes que se puedan oír salir de una persona pero que suene como algo totalmente conciso, claro y con respaldo.

Sin embargo, los discursos en la política se caracterizan por ser eso, solo discursos, muchas veces no llevan contenido, no llevan bases, no llevan dirección. Muchas veces se suelen caracterizar por estar empapados de populismo barato pero eficaz, discursos de odio, en promocionar la polarización a otros bandos, en conclusión, son canciones habladas que se prestan para cautivar a sus oyentes y dejarles un mensaje sin importar que tan beneficioso sea.

Nuestra sociedad siempre se ha visto cautivada por aquellos personajes encantadores a la hora de hablar, que saben precisamente cuando cambiar su tono de voz, en qué momento exaltarse y cuando bajar sus revoluciones, personajes que saben que tipo de palabras usar con ciertos tipos de población. Somos fáciles de enamorar por medio del oído, nos encanta que nos digan lo que deseamos oír. Y lo más inquietante es que, a pesar del vacío de muchos de estos discursos, seguimos dejándonos cautivar. Nuestro mundo ha aceptado a dictadores y genocidas por el simple hecho de que se paraban frente a un micrófono y recitaban sus discursos (de odio) tan convincentemente que se maravillaban con lo que esa persona mostraba, cuando en el fondo sus palabras mataban.

Pareciera que con el pasar del tiempo aprenderíamos de nuestros errores, pero no es así. En la política moderna nos cautivan los “showman”. Personajes que no buscan ser políticamente correctos y que al contrario buscan hacerse notar como una fuerza imparable y diferente. Son personas que recurren a utilizar motosierras en sus discursos, a buscar un rival a quien echar la culpa de todos los males que sucedan (normalmente estos enemigos que atacan suelen ser poblaciones vulnerables como por ejemplo migrantes) o incluso a hablar “pachuco” en sus conferencias de prensa.

Les invito a escuchar, al arte de no dejarse engañar por señoras y señores que nos hablan bonito, que nos dicen que podremos ir en carros BMW al trabajo, a discursos que nos inciten a generar guerras civiles, a discursos donde la misma casta nos hable de “eliminar a la casta”, no nos dejemos influenciar más por discursos nacionalistas y que se inflen el pecho llamándose compatriotas unos a otros.

No comamos cuento. Un libro muy famoso y leído por todo el mundo a través de los años, nos dice que quien tenga oídos que escuche. Es por esto que es necesario ahora que estamos a la antesala de unas elecciones nacionales, ser buenos oyentes, poner atención al fondo y no solo a la forma. En no caer en discursos que ni siquiera son escritos por los propios candidatos y en entender que la voz que realmente debe ser escuchada es la del votante.

-Un discurso político sin saliva.

Residente (Calle 13)

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