El lunes pasado conduje un episodio de La Telaraña sobre perros. Conversé con el artista visual Habacuc y el veterinario Óscar Jara acerca de la historia de estos animales. Entre muchas otras cosas, ambos coincidieron en que, al principio, el perro fue quien buscó al humano y así se generó una suerte de simbiosis. Y yo diría que, pese a las no pocas rispideces que se han suscitado entre humanos y perros, pese a nuestra indiscutible crueldad, esa simbiosis es susceptible de entenderse, también, como una amistad de larga duración.
Durante la grabación de este episodio pensé mucho en Caracol, un sabueso orejón y noble que me acompañó en la infancia. Mi papá lo trajo de Tilarán. O mejor dicho, lo trajimos. Alguien, durante una cacería de venado, le dijo a mi tata que allá, en Tilarán, los Cayanes tenían un perro que prefería el rastro de conejo y que no hacía por dónde con el de venado.
Y entonces fuimos por él.
Era, quizás, el año 87 y la carretera era un encaje de lastre que dibujaba el perímetro del Lago Arenal.
Un encaje de polvazales y piedras asoleadas.
Un encaje de linderos yerbosos.
De camino, aún lo recuerdo, vi una pantera. Todos en mi familia me dijeron que no, que aquello era un tolomuco, que en Costa Rica no había panteras. Pero yo todavía creo que era una pantera.
La vi, como un pedazo de noche trágica, sospechosa, cruzando el camino de un lado al otro.
La vi por esas cosas de la vida o porque uno, a los seis años, suele voltear a ver lo que va quedando atrás para hacerse con un poquito de pasado, con un poquito de recuerdo.
Caracol pasó, entonces, de los ventoleros de Tilarán a los temporales de Cartago. Y en ese tránsito, acaso como un accidente feliz, terminó convirtiéndose en mi primer gran amigo.
A Caracol le daba horror la pólvora y esa condición, en un perro de cacería, vendría a ser como que a un cirujano le generara miedo la sangre. Nunca fue, claramente, un gran perro de caza. Ni siquiera uno modesto. Pero fue, repito, mi primer gran amigo.
Muchos años después de ese viaje a Tilarán, mientras escribo esta columna, pienso que una persona sin recuerdos es una persona sin sombra. Y pienso, además, que una persona sin grandes amigos es una sombra de persona, como una infancia sin perro.
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